Saber nombrar

Lo único que pretendo es llamar a las cosas por su nombre y saber el nombre de las cosas», decía Delibes de sí mismo. Puede parecer una frase menor, como de excusa ante quienes le acusaban de hacer literatura, pero es un enunciado enorme, por algo Jiménez Lozano resumía la semblanza del amigo muerto con esa misma idea: «Si Delibes narra y cuenta, lo que hace es nombrar, y nombrar se dice pronto pero es todo un logro literario».

Nombrar es algo más que una habilidad filológica. Resume el destino del hombre en el mundo. Nacemos para descubrir los nombres, al menos eso es lo que decía Walter Benjamin, que como buen judío algo sabía del lenguaje. Existen, según él, tres tipos de lenguaje: el divino, que es creador; el adámico, que es denominativo porque Adam podía poner el nombre justo a las cosas; el nuestro, posadámico, que es un torpe balbuceo, un dar vueltas a las palabras para aproximarnos al nombre. La tarea del ser humano es buscar la palabra justa, nombrar, que es tanto como volver al paraíso, el lugar de la denominación.

Esa tarea, que tan bien entienden los poetas, explica el carácter moral de la literatura que tanto interesaba a Delibes (alguien ha hablado del «ritmo de compasión» que acompaña su escritura) pues, para nombrar hay que «distinguir los ecos de las voces y escuchar entre las voces, una» que decía Antonio Machado.

Para nombrar hay que prestar oídos y hacerse cargo de la voz del otro o de la naturaleza, como hacía tan instintivamente Miguel Delibes con sus criaturas y sus creaciones.