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José Antonio Pascual. Manuel Barroso

El paisaje de las palabras

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José Antonio Pascual: «Recorrió Miguel Delibes un complejo camino en la experimentación, que en su vertiente lingüística lo llevó a adentrarse, cada vez con más fuerza, por los caminos de la verosimilitud»

José Antonio Pascual

Sábado, 12 de diciembre 2020, 08:45

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Cuando Miguel Delibes se encontró finalmente con la hoja roja del librillo de papel de fumar y nos abandonó para siempre, pensaba yo que habíamos perdido no solo a un hombre de bien y a un prodigioso narrador, sino también a alguien que sabía cuidar, con todo esmero, los ingredientes lingüísticos en que sustentaba sus historias.

Recuerdo distintos momentos de mi vida jalonados por la lectura de sus libros. Si la forma de acercarse a la realidad recogida en sus relatos me llevaba a admirar su independencia y su originalidad, iba condicionando paralelamente con su lectura mi manera de expresarme. Descubrí muy pronto, gracias a él, que la clave está en las palabras, con las que el escritor, sin someterlas a la menor tensión, iba experimentando constantemente a lo largo de su obra.

Desde 'La sombra del ciprés es alargada' hasta 'El hereje', recorrió Miguel Delibes un complejo camino en la experimentación, que en su vertiente lingüística lo llevó a adentrarse, cada vez con más fuerza, por los caminos de la verosimilitud, en cualquier espacio, en cualquier tiempo. Un proceder con el que trataba de desvelar el rico venero de nuestra lengua, en la que era capaz de descubrir los usos tradicionales junto a los actuales, los de la gente de campo y los de ciudad, los de los niños y los de los mayores, los de los profesores y los de las amas de casa (digámoslo así), los de los marginados y los de quienes los marginan...

Detrás de todo ello se esconde la mirada atenta del novelista (o mejor, su oído), que construye sabiamente una lengua clara, limpia, directa, tierna, a veces, o socarrona, cuando cumple. Una lengua que está en connivencia con los usos de un pasado no muy lejano, que los nuevo-ricos de la lengua creemos que se pueden dejar de lado, como si estuviéramos obsesionados por olvidar de dónde venimos. No busca el escritor que defendamos al español de algo, pues no es a nuestra lengua, sino a nosotros a quienes hemos de defender. Viajero por tantas historias, su obra nos defiende así de no saber observar el permanente discurrir del idioma que tenemos ante los ojos (ante los oídos, diría yo). Es a descubrir esa riqueza a donde quiere llevarnos. Siguiéndole aprenderemos a expresarnos con placer o, como diría un campesino amigo, que merecía haber aparecido en algunas páginas de Delibes, con fundamento.

Se suele decir que debemos cuidar nuestra forma de hablar, a lo que yo añadiría que hemos de cuidar también nuestra manera de leer. Miguel Delibes es un guía excepcional para hacer que ese paisaje nuestro que forman las palabras se superponga a ese otro paisaje que tengo ahora delante, que es el de Castilla, que se contiene en palabras como las siguientes del novelista: «El señor Cayo, penduleando la escriña, ascendió por la senda bordeada ahora de cerezos silvestres y, al alcanzar el teso, se detuvo ante la cancilla que daba acceso a un corral sobre cuyas tapias de piedra asomaban dos viejos robles. En un rincón, al costado, se levantaba un cobertizo para los aperos y, al fondo, en lugar de tapia, la hornillera con una docena de dujos».

No es que pretenda proponer que usemos todas esas voces, pero sí que disfrutemos con ellas. ¿No deberíamos lograrlo tratando de entenderlas, como lo hacemos cuando nos complacemos en distinguir entre los tipos de árboles que tenemos delante?

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