El mayor misterio de Delibes
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Javier Sierra: «Me impresionó su sobriedad, pero aún más las palabras que deslizó al respecto de la fuente de sus obras»Javier Sierra
Sábado, 12 de diciembre 2020, 08:46
Nunca tuve ocasión de saludar a don Miguel. En los años que compartimos 'vida literaria' él era uno de esos titanes de las letras que imponían respeto solo con mencionarlo. Sin embargo, a diferencia de lo que me sucedió con Ana María Matute o con Ruiz Zafón, no hubo gala, feria o tertulia en la que nuestras vidas se cruzaran. Yo, naturalmente, lo seguía con admiración. Ambos compartíamos amor por eso que ahora se llama –un tanto cacofónicamente para mi gusto– 'la España vaciada', y también disfrutábamos con esa investigación de campo que solo anhela charlar sin tiempo con paisanos de pueblos remotos con historias que contar. Las suyas rondaban la caza, el deterioro de la Naturaleza o los palabros a punto de desaparecer de la lengua viva. Las mías se deleitaban en los asombros, los escalofríos de las noches sin luna en las que cada perfil en el horizonte se transforma en un enemigo.
Me hubiera gustado –cómo no– preguntarle por los misterios de la Castilla rural. Aunque tal vez, si hubiera tenido esa ocasión, me habría temblado la voz y habría decidido escucharle sin más. Gracias a una larga conversación que en 1994 mantuvo con Jesús Palacios para un número especial de la revista 'Más Allá', sabía que don Miguel había envejecido como buen cristiano y que su inteligencia no lograba concebir la muerte como algo definitivo. «Creo que esto no puede tener un final abrupto», dijo. Yo entonces era redactor de aquella revista y me tocó editar ese artículo. Me impresionó su sobriedad, pero aún más las palabras que deslizó al respecto de la fuente de sus obras. «Cuando se está escribiendo llega un momento en el que se percibe una fluidez extraña, como una especie de abstracción de todo lo que te rodea», admitió. «Incluso se oyen voces o se ve moverse a esos personajes y parece que hay una mano ajena que te está dictando lo que debes escribir».
Aquello se me quedó dentro. No era la primera vez que oía a un creador sugerir que sus obras estaban vivas, que incluso a veces eran tan independientes que daban la impresión de derramarse como un líquido caído del cielo… Pero aquello no era lo que uno esperaba de una mente castellana, poco dada a zarandajas, severa y firme como la de don Miguel. Esa confidencia de hace más de un cuarto de siglo no ha dejado de rondarme desde entonces. Quizá si le hubiera preguntado por su misterio favorito me hubiera respondido lo que hoy diría yo mismo si me interrogasen por algo así: «¿El mayor misterio? ¡La creatividad humana!».
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