Entrada a la gran literatura

Mi deuda con Delibes es algo mayor que la que todo lector contrae con los grandes autores. La lectura de su primera novela, 'La sombra del ciprés es alargada', supuso para mi un ábrete sésamo que me introdujo en la gran literatura. La leí con apenas 16 años, tras un largo meritoriaje en que devoré todos los tebeos del mundo y casi todas las novelas llamadas entonces de kiosco.

Su propio título, tan perogrullesco como enigmático, me sedujo enseguida con fuerza, acaso por su aparente falta de mensaje, por lo guardado de su sentido metafórico. Sin embargo, como no podía ser menos, dado mi bagaje de lector hasta ese momento, entré en la lectura con el recelo de la inexperiencia y pronto quedé prendado por un mundo que, siéndome tan reconocible e inmediato como el que me rodeaba, tenía el punto de exaltación necesario para dotarlo de sentido, precisamente por su afán trascendente, como el envés idealizado de una realidad mostrenca.

El texto transfiguraba los bloques más vastos de la vida diaria en tallas intencionadas llenas de limpieza y sacrificio. Había en 'La sombra…' una escritura exigente, llena de propiedad, rica, que se comparaba mal con mis lecturas anteriores.

Saber cuánto de un libro hemos incorporado a nuestra vida es la mejor manera de medir la impresión que nos produjo. Uno de mis grandes amigos, lector conmigo de 'La sombra…' no solo encontró en ella el más sólido estímulo a su tendencia al soliloquio, sino que, imitando al meditativo Pedro, decidió hacerse marino. Yo mismo, que nunca sentí la necesidad de visitar los lugares recreados por la magia caliente de Faulkner, en cuanto tuve ocasión me acerqué a Ávila, hasta ese lugar, los Cuatro Postes, aquel paraje que había costado la vida de Alfredo, el amigo de infancia prematuramente muerto.