Elegir la habitación propia
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Julia Montejo: «Puedo imaginar los malabarismos de Miguel Delibes para trabajar en una casa con siete hijos. Y lo mucho que Ángeles, su esposa, debía quererle y creer en él cuando cogió sus ahorros y compró el ático del edificio en el que vivían»Julia Montejo
Sábado, 12 de diciembre 2020, 08:45
Pienso en el hecho de escribir. A solas. En el bullicio de un café que produce esas burbujas naturales y herméticas… O acompañada por los murmullos de la noche, en la cocina, por ejemplo, cuando todos se han acostado mientras tú robas horas al sueño, porque has caído presa de uno superior. Los escritores a menudo tenemos la sensación de llevar a cabo nuestro trabajo a hurtadillas, como ladrones de nuestro tiempo, y, peor aún, del que deberíamos dedicar a nuestros seres queridos.
Como mujer escritora, puedo imaginar los malabarismos de Miguel Delibes para trabajar en una casa con siete hijos. Y lo mucho que Ángeles, su esposa, debía quererle y creer en él cuando cogió sus ahorros y compró el ático del edificio en el que vivían. Todo para que el escritor dispusiera del espacio y el silencio que necesitaba, lejos del trasiego de los niños y lo doméstico. Embargado por la gratitud y la emoción, don Miguel subió ese primer día a su flamante santuario, dispuesto a escribir una gran obra, ya por fin, en las mejores condiciones... y no fue capaz. Hasta aquí lo que me contó Antonio Basanta, que escuchó la anécdota del propio Delibes entre risas explosivas y socarronas.
Ahora, yo me imagino el desconcierto inicial de Ángeles, pero también el regocijo y el amor que sentiría por ese hombre que tanto necesitaba a su familia para crear. Porque ellos eran un equipo que él reconocía. Compañeros de vida. Inseparables. Y, desde esta anécdota, se explica también una obra profundamente humanista, de personajes originales y verdaderos, de una autenticidad que salta la página. Igual que su manera de vivir.
Delibes sabía que Ángeles era la habitación propia que él necesitaba. Que, sin ella, su obra no hubiera sido lo que fue. En su conmovedor discurso de ingreso en la Real Academia en 1975, un año después de que ella falleciera, la reconoció como «el eje de mi vida y el estímulo de mi obra pero, sobre todas las demás cosas, el punto de referencia de mis pensamientos y actividades».
La muerte de su esposa le sumió en una tremenda depresión que truncó su pluma. Sin embargo, «la desgracia a cuestas», como el llamaba al dolor de la pérdida, terminó con el tiempo convertida en un nuevo propulsor de palabras. Sus novelas, a partir de entonces, fueron las únicas capaces de aliviar y rellenar el enorme hueco que ella había dejado en la habitación.
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