Reyes Calderón: «A mí, Delibes siempre me olió a campo, a hogar de lumbre, a sentido común, a señora de rojo, a carbonero. Delibes venteaba una peculiar búsqueda, la del genio inseguro, como todo buen genio»
Reyes Calderón
Sábado, 12 de diciembre 2020, 08:41
Me cayó en suerte nacer en Valladolid. Sin duda lo fue criarme en familia; entre calles llenas de historia; pastar en pinares piñoneros; nadar en sus mares de ocres espigas, tan Castilviejo, tan Delibes; disfrutar del brasero. Dios repartió doble suerte conmigo pues, sin sufrir la guerra en carne propia, he podido vivir momentos de la España en capullo, en gusano y finalmente en mariposa.
Cada mañana, cuando me dirigía al colegio, de riguroso frío, me cruzaba con dos personajes tan alejados como próximos. Uno era un pulcrísimo letrado, compañero de mi padre, cartera en mano. Llevaba la espalda tan recta como el bastón que su siniestra empuñaba. El otro era el carbonero de la calle José Antonio, la espalda curvada bajo el peso de su saco, tiznados hasta los pensamientos. Cuando me cruzaba con ellos en la esquina de Correos, bajo la atenta mirada de aquellos leones de fauces abiertas y brillantes, me embargaba una mezcla de sentimientos. Por un lado, ambos me producían un miedo solemne. Cada uno, a su modo, poseían un aspecto amenazador, fantasmagórico. Uno con las manos tan negras; otro con las manos tan blancas. Por otro, su presencia acrecentaba mi curiosidad. Ya por entonces –calcetines cortos, bocadillo de chocolate, falda heredada, y bata crecedera– me inquietaba qué correlación existiría entre el carbón y el lenguaje barriobajero, porque, a decir de mis mayores, solo al segundo se le permitían decir palabrotas gordas. Para jolín, bastaba con el hospital. Yo no quería ser carbonero, pero sí conocer todos los tacos del mundo, hasta los más gruesos y marrones, y saber a la par qué ocultaban aquella carbonería tan oscura, y aquella cartera tan gruesa y pesada que el hombre del bastón empuñaba.
Y en estas estaba cuando me cayó en suerte acampar en Delibes, o más bien, en mi Delibes. Y digo mi Delibes porque la literatura es sucintamente bipolar. Uno de sus hechizos es precisamente permitir que el lector recree a su antojo lo creado; consentir que la mente del leedor, probablemente novata y plástica, reconfigure la belleza e incluso la convierta en boñigas; que abaje montes y aplane valles a su antojo; que maltrate a tus idolatrados personajes, que los mancille incluso… Si es que es capaz y se atreve. Porque, tengo para mí, la habilidad del escritor estriba, de nuevo justamente, en lograr conducir a tu seguidor, hacerle que vea con tus ojos, que guste con tus papilas, que comparta el cerumen de tus oídos, que llore con tus mocos. Que por alguna casual hechicería arda en deseos de transformar el mundo como tú sueñas.
«Con Delibes –cazador que escribe, escritor que caza– cobré la presa de la naturaleza humana, tomando, como programa vital, hacer de ella mi banco de pruebas»
Reyes Calderón
Me pregunto a menudo cómo influyó en mí haber sucumbido a la tentación de devorar una y otra vez a tanto santo inocente o de ponerme a dieta de ratas. Estoy convencida de que mudó todos mis sentidos. Eso sí, a mi modo; tiznándome de carbón, y de manos blancas. Pintando ecuaciones en el aire.
A mí, Delibes siempre me olió a campo, a hogar de lumbre, a sentido común, a señora de rojo, a carbonero. Delibes venteaba una peculiar búsqueda, la del genio inseguro, como todo buen genio. Con él, en mi nariz entraba la muerte seca, sin artificio ni adjetivo; la historia común; la injusticia nuestra de cada día; la Castilla empobrecida, recia, esa que hoy ha perdido el olfato, la que agota el ingenio y embadurna cuadros de arena; la que se duele inútilmente de la ingratitud.
A mí, Delibes me sabía a viaje, a héroe de andar por casa, a desequilibrio de fuerzas, a sombra alargada, a ecologismo recio, a ironía y a dientes podridos. Con Delibes toqué con las yemas de los dedos el impermeable compromiso, subido en andamios de posguerra; la oscilante luz de vela, de alma que, cuan náufrago, agita los brazos para no sucumbir en la calle de en medio. Con Delibes, logré ver cómo forrarme de libertad, cuando no tiene sentido el cuerpo a cuerpo; me vi como mujer embellecida por el amor rojo y el tumor negro, espejo y espejismo de una vida plena. Pero, por encima de todo eso, con Delibes –cazador que escribe, escritor que caza– cobré la presa de la naturaleza humana, tomando, como programa vital, hacer de ella mi banco de pruebas.
Miguel Delibes, con sus perros, en uno de esos días de campo que tanto disfrutaba.
El Norte
Sí; creo que fue con él con quien aprendí a protestar con pluma, pero también a apretar los dientes. Tengo que reconocer que, a día de hoy, Delibes me sigue envenenando sin remedio, con su media sonrisa azul, entre seria y socarrona. Y ya metida en harina, cuando lo releo, vuelve a llevarme a su cueva, para ver desde la boca la nube de cuervos, y la perra en celo, y los pies sucios desnudos, y el cielo que pinta helada, y concluir que no hay paraíso en Castilla, ni en ninguna parte. O quizás sea que, en realidad, no existe. O que hemos mirado en el sitio equivocado.
Humildad, frescura, inocencia, ignorancia, amargura, egoísmo, desazón, injusticia, denuncia, amor: colores primarios en los retratos, que el vallisoletano emplea en un lienzo de sensibilidad, observación y algodón a tercios, en el que dibuja paisajes de palabras tan exactas y coloquiales que tejen sentido de pertenencia.
Sin duda, Milana bonita, no eres una mera anécdota histórica en estos tiempos en que la escasez se mide en datos. No lo eres porque el silencio refunfuña como antaño, y como antaño sirve de guía. Me refugio en tu vuelo silencioso, a pluma, que observa más que habla, que vive como método de desafío, mejor forma de esperanza.
«Muchas especies se hallan hoy en peligro de extinción, pero una muy en especial, única, insustituible: la de los escritores que, como Delibes, te hacen comprometerte con la propia vida»
reyes Calderón
La prosa de Miguel Delibes no demuestra, muestra. No se encoleriza, solo indigna al lector para que, con su estilo único, conforme su inconformidad y la una a su propio destino. El espíritu de denuncia de Delibes no se merienda a los curas, a los ricos, a los frívolos a besos ni a mordiscos, solo los enfrenta a sus intolerancias. Y no precisamente a la lactosa.
Muchas especies se hallan hoy en peligro de extinción, pero una muy en especial, única, insustituible: la de los escritores que, como Delibes, te hacen comprometerte con la propia vida, bien con heladas, bien con sequías; bien aquí, bien allá; porque ¡qué bien estar vivo! ¡Qué placer contemplar cigüeñas sin mascarillas! Y libros de hojas. Y hojas de libros. Y volver a ser el idolatrado hijo de alguna madre, también idolatrada, vestida de rojo sobre fondo gris. Y ver combar al viento las espigas en movimiento del campo que parece mar; y la luna roja como una sandía…
¡Quién pudiera pasar cinco horas con Delibes! O cinco minutos.
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