El campo de la libertad

En la casa de mis padres había un libro y dos autores sagrados, a los que no se les apeaba el tratamiento. El libro era 'El Quijote' y a los escritores los diferenciábamos por el apellido, porque compartían nombre: Miguel de Cervantes y Miguel Delibes. Ambos con su don delante. Por eso me pareció tan natural descubrir en uno de sus libros más olvidados, aunque no para los que somos pescadores, 'Mis amigas las truchas', que Patricio, el guarda del coto leonés de Santa Marina del Rey, siempre se refería al escritor pinciano como «Don Delibes». El oído para el lenguaje del creador, siempre tan atento al habla del pueblo, no podía pasar por alto lo que el académico habría censurado. El inquieto andarríos que aparece en este diario de un pescador de ribera, siempre dispuesto a hacer un alto para pegar la hebra con algún paisano, conversa con las aguas y sus seres, pero es un pescador poco ortodoxo, que «cuando se cansaba se ponía a cantar canciones castellanas que recordaba de su infancia», improvisaba refranes y componía tonadas infantiles, como recordaría años después Paulino Gutiérrez, el guarda de El Castillo en el río Omaña. Un hombre de ideas avanzadas para su época sobre la actividad piscatoria, ideas que nacían de su concepción del campo como último espacio para la libertad del hombre.

La libertad como problema –igual que el sentimiento de orfandad o el pesimismo– es compartida por tantos personajes de Miguel Delibes, desde 'La sombra del ciprés es alargada' a 'El hereje', esa gran novela de conciencia nacional sobre la España que está alzándose en defensa del «honor de Dios» para gritar al poco «Trento vive en mí» y mantener la Inquisición hasta el siglo de Larra.

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