Epidemias y confinamientos de otros tiempos
La colección del Museo de Escultura está salpicada de obras que reflejan la pugna con la muerte y el estrecho vínculo entre aislamiento y espiritualidad
La pandemia que todavía padecemos, y la insólita experiencia de confinamiento a que nos hemos visto forzados, brindan una perspectiva nueva para acercarse al Museo de Escultura de Valladolid. Y es que en su colección abundan los santos protectores frente a la enfermedad y las epidemias, pero también las tallas de personajes que decidieron alejarse del mundo, voluntariamente, como parte de un proceso de depuración personal. Los ecos de este vínculo entre aislamiento y espiritualidad todavía resuenan entre nosotros, y las imágenes del museo nos permiten bucear en esa antigua inquietud.
Algunos de estos recorridos serán transitados en una parte de las breves charlas divulgativas, de acceso libre, que el museo imparte durante el verano los miércoles, jueves y viernes, a las doce de la mañana, centradas en piezas singulares de la colección.
La conciencia dramática de la muerte es el gesto fundacional de lo humano, y, con apenas un segundo de diferencia, si acaso, la fuente de la que mana el sentimiento religioso. De modo que no es de extrañar que la lucha simbólica con la finitud esté tan presente en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, donde tanto protagonismo tiene el arte sacro. Máxime en un contexto cultural como el cristiano, que coloca en el centro mismo de su mensaje la experiencia trágica de la muerte (y su superación a través del misterio de la resurrección) de Dios, encarnado en la figura híbrida, al tiempo humana y divina, de Jesucristo.
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«En nuestro tiempo existe una separación clara entre el mundo de lo espiritual y el de lo profano. En la época que muestran las obras de la colección, en cambio, todo forma parte de lo mismo», explica Manuel Arias, subdirector del museo y responsable del área de Colecciones. Conviene tenerlo en cuenta, porque, así como en nuestra era las incógnitas e incertidumbres que la pandemia desata se canalizan a través de la esperanza en la medicina (la vacuna, los tratamientos), en los tiempos del medievo y el barroco se afrontan a través de la mediación de los santos, a los que se atribuye un poder de protección tangible.
Es el caso de San Sebastián, uno de los más relevantes abogados defensores contra la peste, que en el museo cuenta con varias representaciones. La más destacada, la de Alonso Berruguete, del siglo XVI, procede del retablo de San Benito y muestra al santo en una de sus caracterizaciones más dramáticas: atado a un tronco de madera, con el cuerpo retorcido y con las huellas de las cinco flechas que atravesaron su cuerpo y que originalmente formaban parte de la obra. El número de flechazos no es aleatorio y está habitualmente relacionado con la figura de Cristo, cuyo tormento, en cierto modo, evoca. En la versión de Berruguete los flechazos son cinco en alusión a las yagas de Cristo. En otras interpretaciones son tres, pues ese es el número de clavos en la cruz. Pero en la Leyenda Dorada se describe al santo totalmente acribillado, con el cuerpo cubierto de flechas, cual erizo.
¿Y qué relación tiene que San Sebastián muriera asaeteado con su carácter protector frente a la peste? «La vinculación se establece a través de una lejana equiparación con el dios Apolo, del que se dice que trajo la peste al mundo a través de las flechas que lanzó a los humanos», explica Arias. De modo que el santo que venció, en el terreno simbólico, las flechas de su muerte, es también quien protege a los hombres de las flechas de la peste.
El San Sebastián de Berruguete no es el único que puede verse en el Museo de Escultura. También procedente de San Benito, en este caso del trascoro, está la talla incluida en el Retablo de San Juan Bautista, realizada por Cornelis de Holanda y Juan de Cambray, mucho más sobria y sosegada, menos dramática. Y, por lo mismo, mucho menos imponente. Y aún existe una tercera versión, en pintura, la del Retablo de la Mejorada de Olmedo, de Jorge Inglés, de mediados del XV, que le muestra vestido como un caballero y portando una flecha, otra de sus representaciones habituales. Pero el protagonista de ese retablo corresponde a San Jerónimo, paradigma de los confinamientos voluntarios, al que volveremos.
De Juan de Juni
También está relacionado con el mundo de las epidemias San Antonio Abad, que en el museo se expone en una versión del taller de Juan de Juni, de gran fuerza expresiva, procedente igualmente del monasterio de San Benito. San Antonio fue un eremita que dio origen a la orden de los Hospitalarios de San Antonio, los antonianos, a partir del siglo XI. Esta orden no solo trataba las epidemias con oraciones sino con tratamientos médicos, los de la época, y a raíz de ello impulsaron la creación de una red de hospitales y casas de acogida y asistencia por toda Europa. Su especialidad era la cura de una epidemia muy común entonces: el llamado fuego de San Antón (ergotismo, en su formulación científica) que se producía por la ingesta de cereales en mal estado. El primer hospital español se levantó en la localidad burgalesa de Castrojeriz y luego hubo otros en ciudades como Toro, en Zamora, y Medina del Campo, en Valladolid.
De San Antonio Abad puede verse en el museo otra versión, obra de Benito Silveira, que era inicialmente una obra pensada para ser vestida, aunque el escultor, en contra de lo habitual, talló en gran medida el cuerpo del personaje, incluso su ropa interior, pese a que, en su estadio final, nada de ello sería visible.
«En esta época hay una conexión permanente con la muerte y el más allá, y el gran objetivo de la vida es morir en estado de gracia, sin pecado, para no comprometer la vida eterna», explica Arias. «De hecho, muchas de las piezas del museo proceden de capillas funerarias que se decoraban con motivos artísticos como prueba de devoción y pensando en asegurar la eternidad del difunto».
Un ejemplo de esa preocupación lo muestra el grupo escultórico en relieve 'Job en el muladar', atribuido a Francisco Giralte, un discípulo de Berruguete. La escena muestra al patriarca víctima de una de las pruebas de enfermedad a las que fue sometido para poner a prueba su fe. La escena le presenta con su cuerpo corroído por los gusanos y obligado a limpiarse levantándose la piel con una teja. Le acompaña en la escena su mujer, quien, azuzada por el diablo, le insta a no resignarse y rebelarse contra los designios de Dios. La obra forma parte de este recorrido, además de por su tema 'sanitario', porque procede de un convento, ya desaparecido, que estaba en la plaza de San Bartolomé, en el mismo solar donde antes hubo un hospital dedicado a su advocación. En la medida en la que uno de los martirios que sufre San Bartolomé es el desollamiento, la imagen de Job hurgándose en la piel suele interpretarse en el marco de los paralelismos entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.
El recorrido médico por la colección del museo lleva hasta otra obra, una escena de medicina que muestra a San Cosme y San Damián revisando la orina y el pulso de un enfermo en lo que podría ser la realización del primer trasplante conocido y que se les atribuye. Es obra de Isidro de Villoldo, también del circulo próximo a Berruguete, y procede del desaparecido convento de San Francisco, concretamente de la capilla del doctor Arias.
La otra línea que permite recorrer el museo al hilo de los más recientes acontecimientos es la que se detiene en las figuras de los eremitas, los que optaron por someterse a confinamiento voluntario, podríamos decir, por motivos espirituales. Figura clave de esta vía es San Jerónimo, protagonista del retablo pictórico de Jorge Inglés mencionado antes por la presencia en él, también, de San Sebastián. La historia nos cuenta que San Jerónimo se retiró a la cueva de Belén y allí, aislado del mundo, se embarcó en el trabajo que le ha dado inmortalidad: la traducción del texto hebreo de la Biblia al latín, la Vulgata. «El suyo fue un retiro productivo», explica el subdirector del museo, que resalta que es una figura muy representada porque está considerado uno de los Padres de la Iglesia. En el museo, además del citado, hay un San Jerónimo tallado por Berruguete y otro de Pedro de la Cuadra.
San Onofre
Pero el representante más claro del eremitismo es San Onofre, que es considerado el príncipe de los anacoretas. «Es el ejemplo supremo de tantos monjes que optaron por retirarse del mundo en busca de un mejoramiento espiritual», explica Manuel Arias. Lo cierto es que procedía de una familia real y se retiró al desierto con la única compañía de dos leones que, según la leyenda, cavaron su tumba cuando murió. La obra del museo, de Alejo de Vahía, un escultor de probable origen nórdico que trabajó en Valladolid y Palencia muy intensamente en el entorno del 1500, le muestra con los dos animales y la casa que habitó.
En el lado femenino de estos 'confinamientos voluntarios' con finalidad espiritual destaca por méritos propios la figura de María Magdalena, representada en el museo vallisoletano por la escultura imponente de Pedro de Mena, una de las piezas esenciales de su colección y una de las más populares. La talla la muestra justamente en esa etapa de su vida, retirada del mundo, vestida con un sayal, y dedicada a la meditación y a la devoción a Dios. El retiro se produce después de la vida pública por la que es conocida, y que incluye su condición de seguidora de Jesús, y la leyenda la sitúa en una cueva de Marsella, adonde se va con parte de su familia. Otra eremita relevante es Santa María Egipciaca, representada en el museo por una obra de Luis Salvador Carmona que aplica con variaciones el modelo trazado por Pedro de Mena para su obra cumbre. Y es que pocos rostros habrá en el arte barroco como el de la Magdalena que reflejen con tanta intensidad y fuerza la compleja gama de emociones, sentimientos y vivencias que rodean el mundo de la devoción.
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