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Literas en el albergue parroquial de Bercianos

El Camino de santiago en castilla y León en 16 días (V)

En Calzadilla de la Cueza el peregrino charla con la joven Lorena, come y duerme en casa de un matrimonio de agricultores y en Bercianos del Real Camino conoce a Clariana y a un tal Joaquín que dice que se llama Domingo

Íñigo salinas

Sábado, 19 de agosto 2017, 09:34

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De Carrión de los Condes a Calzadilla de la Cueza el sendero es llano y el paisaje monótono. El calor aprieta desde primera hora de la mañana y las sombras, los pueblos y las fuentes brillan por su ausencia en los 17 kilómetros de trigales que separan ambas localidades palentinas. Los sonidos se limitan al aleteo de algún pardal y, de vez en cuando, a un «buen camino» extenuado.

En semejantes circunstancias, llegar a Calzadilla es hollar la tierra prometida: Un albergue municipal y otro privado, pared con pared, dan la bienvenida al peregrino. Álvaro, el hospitalero del municipal, es un joven alto y delgado que camina con los brazos en jarra y que derrocha simpatía y buen trato. Nené, trabajador del privado, es un brasileño que terminó una etapa del Camino en Calzadilla y allí sigue, trece años después. Desde entonces no hay día que no amenace con volver a su país, pero si su tierra tira, la de Campos puede más.

Junto a los albergues, en una casa con su trévere y su patio trasero, viven Sagrario y Germán, un matrimonio de agricultores que acoge tan bien al peregrino que le hace olvidar que esa no es su casa. Comen espaguetis, ensalada, chorizo que hace ella y un vino navarro con Coca-Cola que jamás supo mejor. En la mesa también están Pablo y Roberto, los hijos del matrimonio. Se habla del inicio de la cosecha, de los últimos coletazos al 4º de ESO de Roberto y del inicio de otro Máster de Pablo. Y del calor y del Camino, de Terradillos y de Cervatos, de los callos y de la panceta. Se habla tanto y tan a gusto que el peregrino olvida que está de paso... Y el de paso que se alarga tanto que acepta sin rehuir la invitación para quedarse a dormir allí. ¿Dónde mejor?

Los dos albergues de Calzadilla de la Cueza.

Es tarde y a la entrada del albergue municipal se ha formado un corrillo de personas variopintas que disfrutan del descanso y de la charla tranquila a la luz de la luna y a la paz de los campos. Una de las tertulianas se llama Lorena. Es de Barbastro, le gusta cantar jotas y escuchar rap y le «ralla» que el verano esté avanzando mientras ella sigue zozobrando entre estudiar Secretariado o Magisterio Infantil. Aunque no llega a la mayoría de edad «por poco», Lorena es un dechado de responsabilidad y palabras bien dichas a pesar de que sus pensamientos no ocultan las dudas propias de quien todavía está abriéndose paso en esto de vivir. Y fue precisamente una de esas dudas la que embarcó a Lorena en el Camino. «Todo esto fue culpa mía», reconoce. «No se... Me desperté un día y dije: quiero hacer algo para celebrar que he acabado los estudios». Pero ese algo no pasaba por ir con sus amigas a la Costa Dorada a desfogar su juventud: »Aunque digan que soy rarica, me da todo el palo fundirme el dinero en Salou». Así que sin pensárselo más allá de lo que su edad exige, se subió a la bicicleta, arrastró a su padre y, a base de pedaladas a razón de unos cien kilómetros al día, ya están en el punto medio del Camino. Y sin haber discutido con su progenitor... «todavía». Y José Antonio, su padre, sentado prudentemente al margen, esboza una comprensiva sonrisa.

Mientras Lorena envía mensajes por el móvil a una velocidad de vértigo, admite que lo peor de la experiencia es madrugar y lo mejor hablar con la gente, que «menos mal» que tiene tapones para los oídos y que »hoy» le han empezado a doler «un poco» las rodillas. Entre una cosa y otra, ya son más de las once. El peregrino no es mayor, pero al lado de Lorena se siente un viejo sin vitalidad. En casa de Germán y Sagrario se tumba en la cama y se queda dormido sin ni siquiera recordar haber apoyado la cabeza en la almohada.

Amanece. Los 33 kilómetros entre Calzadilla y Bercianos del Real Camino son llanos, calurosos y con apenas sombra en la que resguardarse. Pasado San Nicolás un hito señala la entrada en la provincia de León. De allí a Laguna de Castilla restan aún otros 212 kilómetros: la mitad del Camino de Santigo a su paso por Castilla y León.

Son casi las dos de la tarde y el peregrino encuentra cerrado el albergue parroquial de Bercianos. Una treintena de personas hace cola a su puerta. Una de ellas, de Korea del Sur, llora desconsolada mientras se masajea unos pies al rojo vivo. El peregrino, por no esperar de pie al sol, se tumba a la sombra de un árbol. Clariana, una catalana de Puigcerdà, hace lo propio. Entre conversaciones banales y preguntas de manual, la espera a la apertura del albergue se eterniza. Se espera y se habla mejor en el bar del pueblo con una cerveza.

Cola para entrar en el albergue parroquial de Bercianos. Jesús, Ignacio y Joaquín toman algo en el bar de Bercianos y el popular juego de la petanca en pleno Camino
Imagen principal - Cola para entrar en el albergue parroquial de Bercianos. Jesús, Ignacio y Joaquín toman algo en el bar de Bercianos y el popular juego de la petanca en pleno Camino
Imagen secundaria 1 - Cola para entrar en el albergue parroquial de Bercianos. Jesús, Ignacio y Joaquín toman algo en el bar de Bercianos y el popular juego de la petanca en pleno Camino
Imagen secundaria 2 - Cola para entrar en el albergue parroquial de Bercianos. Jesús, Ignacio y Joaquín toman algo en el bar de Bercianos y el popular juego de la petanca en pleno Camino

Acodados en la barra están Ignacio, Jesús y un tal Joaquín que dice que se llama Domingo. »Me enteré en la mili... Resulta que me llamo Domingo Joaquín... Pero si vienes a Bercianos y preguntas por Domingo te mandan al cementerio», sostiene. Y los parroquianos sueltan una estruendosa carcajada.

Las cervezas animan la conversación y aligeran los rigores de la canícula. Joaquín, Ignacio, Jesús, Clariana y el peregrino charlan animosamente. El camarero, de vez en cuando, hace algún apunte a lo que se dice sin descuidar al resto de la clientela. De pronto, sin más, entre un trago y otra caña, Joaquín recuerda que hoy es un día grande, «de esos días que brillan más que el sol: El Corpus, la Ascensión y otro que no me acuerdo...», reconoce. «El Jueves Santo», dice el camarero. «Ahí le has dado. Y por eso abren más tarde la casa de Gran Hermano», concluye Joaquín. «¿Perdón?», se sorprende Clariana. «El albergue», explica el camarero. Y más carcajadas.

Por no matar el día en el bar, el peregrino se encamina al albergue para dejar la mochila en una de las literas y dar un paseo por las calles del pueblo. En una de ellas, sentada en una silla junto a la puerta de su casa, está Tina, una mujer de 77 años que detiene al paseante para explicarle que ella también hizo el Camino «hace tres años, de Carrión a Hospital de Órbigo. Me gustó». Y el peregrino acepta gustoso la invitación gestual de Tina de sentarse a su lado. «Ahora hay cuatro albergues, y otros dos que están haciendo... El Camino da vida al pueblo... Por lo menos viene gente. El día que se acabe esto nos quedamos solos». Tina suelta al aire lo que piensa. Al peregrino le gusta escuchar a personas de cierta edad si no le piden contraprestación conversacional. «Y del tiempo, ¿qué me dices del tiempo? El campo ya estará achicharrado. Ya no hay nada que hacer», sentencia Tina.

Enfrente, seis hombres apuran la tarde jugando a la petanca. Otros nueve miran. «¡Ya la mangó!», suelta Nino, el mayor, mientras anota en el contador de madera de dos hileras de números la puntuación de la última tirada. «Muy rica esa», dice otro. «Muy buena Nino, muy agudo», felicita otro antes de recoger las bolas y despedirse con un «hasta mañana, que será otro día».

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