La bandera
FERNANDO COLINA
Sábado, 30 de enero 2010, 02:02
El mejor regalo que nos ofrecen las palabras es que nunca coinciden con nada. Cualquier frase guarda un tesoro polisémico que vamos descubriendo paso a paso. Toda conversación está plagada de interpretaciones, sobrentendidos, malentendidos y supuestos que nos permiten comunicarnos y aproximarnos poco a poco a lo que queremos decir, e incluso a lo que intentamos pensar, pues cuando nuestra razón está en apuros hablamos en voz alta para ayudarnos a reflexionar, o buscamos a alguien que nos escuche para que sus oídos nos permitan razonar. Si no fuera por ese deslizamiento de los significados sobre la fibra de cada vocablo, todos hablaríamos un lenguaje de piedra indescifrable. Por eso cuando le decimos a alguien que le entendemos, a la postre sólo le estamos informando de que nos damos por satisfechos con el nivel de incertidumbre logrado, no de que captemos al cien por cien lo que nos dice. Si así fuera, estaríamos utilizando una lengua de signos que, como un código de comunicaciones, resultaría útil para transmitir datos exactos, pero se volvería mudo ante los saberes del corazón, que se guían por simples estimaciones del sentido y frecuentes inversiones.
En realidad, el lenguaje se va empobreciendo conforme las palabras cierran las puertas al pensamiento. Las palabras caminan, desde un polo de máxima potencia del sentido a otro de mínima variación, cuando se dirigen por la senda que va de la poesía al delirio. Es cierto que los extremos se tocan, y que algunos delirios parecen estar en contacto con las fuentes del lenguaje y con las esencias artísticas del mundo, pero lo más habitual es que los delirios no sean otra cosa que la conversión del habla en materia, en madera grabada, que le sirve al psicótico para protegerse o para tirársela a la cabeza de quien le incomoda.
Sin embargo, lo más inquietante para la convivencia no son estas formas extremas que identifican a las psicosis, en especial a la esquizofrenia, por su discurso fósil e impenetrable, sino las formas intermedias en las que el lenguaje va perdiendo sus ropajes y se va transformando en clichés, eslóganes y frases hechas que se lanzan gratis a la plaza pública para que cada cual las recoja. El hambre burocrática de la gente por estas expresiones cerradas da cuenta del nivel fascista de la masa. Cuando todo se explica por una frase escueta y repetitiva, que se utiliza en los debates como un ventajoso comodín, es que la cosa pública se pone fea. Pronto hará su aparición una bandera, que en sí no es nada más que la imagen coloreada de una palabra muerta. En cambio, mientras no entendamos bien lo que nos decimos y estemos sujetos a aclaración y a rendición de cuentas, la vida se mostrará pacífica, concorde con la verdad y amante de la naturaleza.
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