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JULIÁN BÁSCONES
Domingo, 6 de diciembre 2009, 02:36
Rompiendo las olas es el título de una gran película, premiada hace años en el Festival de Cannes, y que a pesar del paso de tiempo merece la pena volver a ver. Porque en bastantes ocasiones se acusa a nuestra cultura de ofrecer pocas claves que inspiren un tratamiento religioso de la vida. 'Rompiendo las ola' acaba con este reproche y nos remite a una concepción de la existencia que acentúa el sacrificio por amor al otro, con el objetivo de redimirlo y salvarlo, sin tener en cuenta el precio que haya que pagar.
En estos días de homenaje a cuantos gastan su existencia en calidad de voluntarios, y cuando muchos todavía se sienten orgullosos de que existan estas personas, la historia que cuenta esta película plantea cómo cada uno, desde su propia situación y su vida sencilla y cotidiana, puede apostar y arriesgar para dotar de contenido su acontecer diario. Lo que dista bastante de aquello que entienden numerosos famosos y famosas que pregonan con insistencia su 'voluntariado' en espacios radiofónicos y televisados, y que participan en cada 'telemaratón' que se anuncia. Una respuesta oportuna y diligente a la llamada de la moda, porque la solidaridad aparece en el escaparate de la vida social como el nuevo dogma que hay que acatar de manera convulsiva.
En esta sociedad postmoderna, donde la solidaridad vende y el voluntariado 'mola', no resulta novedoso tropezarse con muchas y curiosas conductas de hombres y mujeres, de jóvenes y adultos, que dedican parte del sábado o de otro día de la semana a una actividad concreta en una Organización No Gubernamental dos horas del tiempo libre, estructuradas y concebidas al estilo de un impuesto social con el fin de olvidar la rutina del lunes al viernes, situarse a la altura del momento y tratar de conciliar el vivir a tope en este estado del bienestar con una solidaridad nada comprometida. No obstante, ¡Dios me libre de poner en tela de juicio cualquier actitud y voluntad solidaria por pequeña o débil que sea! Aun cuando uno piense que el Plan del Voluntariado en nuestro país tenga como puntos de mira el aumento cuantitativo de voluntarios y el apoyo técnico y económico de acciones con que la Administración necesita tapar las bolsas de sufrimiento entre otras y no apueste por el compromiso personal.
Aunque el voluntariado ha existido siempre, en los últimos tiempos se ha convertido en un fenómeno cultural, social y eclesial de dimensiones insospechadas. Y representa una reacción saludable a la sociedad paradójica y contradictoria en la que estamos inmersos. En ella, las desigualdades, la exclusión y la marginación contrastan poderosamente con la capacidad de generar recursos suficientes para todos. El voluntariado apuesta por la solidaridad frente al egoísmo, por los valores cualitativos frente al deseo de tener, por la gratuidad frente al interés, por la justicia frente a las injusticias individuales y estructurales. Lo decía Gloria Fuertes: «El voluntariado no ha pintado un cuadro, no ha hecho una escultura, no ha escrito un poema, pero ha hecho una obra de arte con sus horas libres».
En esta línea solidaria que pone al día y al servicio de las exigencias del momento la tradicional fraternidad, al margen de una moda más, no responde a una profesión nueva, sino a una llamada que reclama una postura de vida coherente en todos los órdenes. Quienes ejercen esta forma de caridad se ven liberados de la búsqueda de gratificaciones, de lavar la conciencia, el paternalismo. Es verdad que a esta sociedad nuestra le encanta el sacrificio que realizan los otros, y por eso lo ensalza en muchos casos hipócritamente sin implicarse demasiado, cuando ya es la hora de que cada uno empiece a plantearse lo que puede hacer. Por cierto, después de ver la película en cuestión asistía a un encuentro juvenil, donde la queja ¡nos quedamos sin jóvenes! fue unánime. También aquí habrá que romper olas.
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