El arte de conversar
FERNANDO REY
Viernes, 15 de mayo 2009, 02:52
D e hacer caso a Michel de Montaigne en sus 'Ensayos' (1572), se trata de la acción humana más dulce. Tanto, que de poder elegir, él preferiría quedarse ciego a perder el oído y el habla, es decir, la capacidad de conversar. Mientras que el estudio de los libros es «un movimiento lánguido y débil» (que se lo pregunten, si no, a tantos estudiantes en este tiempo previo a los exámenes finales), la conversación enseña y ejercita a la vez. El combate dialéctico con otro provoca que las ideas de éste hagan surgir las propias. Como dijera Cicerón, «no hay discusión sin contradicción». Por supuesto, Montaigne sólo se refiere a interlocutores interesantes; el diálogo con «espíritus bajos y enfermizos» es perjudicial. Nuestro autor confiesa que es incapaz de soportar a los torpes. En cambio, se muestra abierto a discutir cualquier idea: «Ninguna proposición me pasma, ninguna creencia me hiere, por contrarias que sean a las mías». Ninguna fantasía, por extravagante o frívola que sea, le parece ajena al espíritu humano. Montaigne anima a que los conversadores se expresen valientemente, «de que las palabras vayan donde va el pensamiento». Esta intensidad le place, como le gustan, en el amor, «las mordeduras y los sangrientos arañazos». Sin embargo, observa con pesar que los hombres de su tiempo no tienen el valor de corregir, y explica con agudeza la causa: «Porque carecen de fuerzas suficientes para ser corregidos». Montaigne aprecia la corrección y odia la adulación: «Es un placer insípido y perjudicial el tener que habérnoslas con gentes que nos admiran y hacen lugar». Tampoco es indulgente Montaigne con los que dialogan repitiendo simplemente las ideas ajenas y que «de nada son capaces sin los libros». No le gusta la gente que recurre a su memoria en lugar de apelar a su entendimiento, «envolviéndose en la sombra ajena» según la conocida cita de Séneca. Es fina esta alusión a la gente que no es capaz sino de transmitir ideas ajenas y no de producir alguna propia.
Tengo para mí que el arte de conversar (político) está en crisis. Sugiero como hipótesis que este arte alcanzó su esplendor en los siglos XVIII y XIX, porque es un arte fundamentalmente ilustrado, de gentes con curiosidad intelectual, burgués, es decir, de personas que se consideran iguales y liberal, porque casi siempre entrañaba un deseo más o menos explícito de transformar la realidad (política, social o de otro tipo). Por el contrario, nuestra sociedad no tiene ya curiosidad intelectual si no desemboca en avances técnicos concretos, ni es una sociedad de iguales, sino de grupos o sectas diversos y es radicalmente escéptica en cuanto a las posibilidades de mejoras políticas. Y, además, desprecia el ritual del diálogo bien ordenado e ignora las buenas maneras (basta ver cualquier espectáculo televisivo). Montaigne vería mucha torpeza, mucha idea rutinaria; quizá prefiriera hoy quedarse sordo y mudo en vez de ciego.
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