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ARTÍCULOS

Memoria de la infamia

AGUSTÍN GARCÍA SIMÓN

Sábado, 29 de diciembre 2007, 02:04

HACE un par de meses, 'La Vanguardia' adelantaba la aparición de un libro sobre la violencia anarquista en la Barcelona de la Guerra Civil (Miquel Mir, 'Diario de un pistolero anarquista', Barcelona, Destino, 2007). Lo hizo en dos entregas con despliegue tipográfico y un interés impactante. Era la memoria de la que todavía una parte importante de la sociedad española no quiere oír, empeñada en reescribir y falsear la historia. Transcurridos más de setenta años desde los hechos acaecidos, se publicaba el diario inédito de un pistolero anarquista de la CNT-FAI que, en un castellano claro, directo y lleno de faltas de ortografía, cuenta con una normalidad inquietante cómo saqueaban y asesinaban las patrullas de control en los primeros meses de la Guerra Civil, sobre todo de julio a noviembre de 1936, tiempo en el que la barbarie anarquista asoló Barcelona con miles de asesinatos, conscientemente organizados y controlados por los prebostes del Sindicato. El documento confirmaba, por si quedara alguna duda, algo que los historiadores han venido defendiendo hace ya tiempo: la orgía sangrienta de las patrullas de control no fue producto o consecuencia de grupos espontáneos o incontrolados, sino de una acción programada por los grandes gerifaltes de la FAI (Federación Anarquista Ibérica) que en el citado diario son repetidamente citados: «Los que dictaban las órdenes eran: Aurelio Fernández, José Asens, Dionisio Eroles y Manuel Escorza, que eran los que ordenaban lo que se tenía que hacer con los detenidos». Un cuarteto para la historia universal de la infamia, en su capítulo más astroso y chapucero, que está esperando algún cineasta con talento y no subvencionado, capaz de rescatar la verdad que desbarate la propaganda de un movimiento, el anarquista en España, tan tópica y falsamente idealizado.

La prosa del documentalista Miquel Mir (el libro es traducción del catalán original) no pasará a la literatura catalana; no, desde luego, a la castellana, ni su expresión simplona emocionará al lector en un asunto tan grave y emocionable; tampoco la asepsia de su tono consigue encubrir esa tibieza con la que se disimula lo que no se puede ocultar evitando la crítica, pero el hallazgo en un piso de Londres de una documentación inédita sobre las actividades de la FAI, con información muy sensible sobre la identificación de los milicianos que formaron las patrullas de control, y la pieza capital, el 'Diario de José S.', sicario y saqueador anarquista, le han permitido recomponer con cierto detalle una de las páginas más negras de la violencia y represión de la retaguardia republicana.

'El diario', publicado junto a otros documentos anarquistas coetáneos en el libro, no es muy extenso, pero es suficiente y muy explícito para iluminar la locura sanguinaria a que el odio, so capa de 'revolución libertaria' condujo en aquellos primeros meses de la Guerra Civil. José S., un payés humilde de una masía aislada del Panadés, descubrió muy pronto y a la vez el odio que sentía por la especie humana y la pasión que en él despertaba el mecanismo de las primeras cosechadoras, de los tractores, y muy pronto también del funcionamiento de las armas. Pero de los humanos se salvaban las mujeres, cuyo placer le sedujo tempranamente, y el juego, los cabarés del Paralelo, la vida sórdida, miserable, en que se acostaba el vicio y el crimen. Aquella Barcelona entre el esperpento y la tragedia en ciernes que tan bien ha plasmado en su literatura Eduardo Mendoza, donde la revolución crecía en tierra fértil, brutalmente abonada por la patronal asesina, la Ley de Fugas del Gobierno y la respuesta y venganza desesperadas de una clase obrera muy machacada. Para la 'guerra de los pistoleros' (1920-1923), José S. ya era todo un cenetista experto en armas y un probado mecánico y conductor de coches y camiones. Se había curtido a la fuerza en la guerra de Marruecos, cuando en 1914 tuvo que hacer la mili obligatoria en el tortuoso Rif. Allí empezó a exacerbar su odio al ejército africanista, incompetente y cerril, a la patronal española, a la burguesía abominable, única beneficiaria de los negocios y los suministros que mantenía el matadero de soldados españoles en el Protectorado africano. Cuando en julio de 1936 fracasó el golpe de Estado de los militares rebeldes y en Barcelona la insurrección fue aplastada por la resistencia anarquista, a José S. le asignaron un camión Chevrolet confiscado, de cabina cerrada y en su chapa, como salvoconducto siniestro y temible, unas letras grandes en blanco que ponían FAI. Su misión: el expolio sistemático del arte, oro y plata de las iglesias y conventos, de las casas allanadas y la eliminación y limpia de las listas previamente seleccionadas, amén de la detención de cualquier sospechoso poco afecto al comunismo libertario. Y la sospecha en aquellos días era suficiente para una muerte segura.

«Recuerdo que uno de estos detenidos -escribe José S.-, antes de morir, nos dijo que no sabía por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro trabajo era matar y el suyo morir». Es indudable que estos matarifes habían asimilado la dialéctica libertaria tantas veces expresada por Durruti: «Frente a las urnas, revolución social o si queréis, votad, pero luego, sin saber quién ha ganado, hay que ir a casa a por la pistola». Mientras, en aquellos meses terribles, la Solidaridad Obrera indicaba el nuevo camino de purificación: «Las bibliotecas son almacenes de pensamiento burgués, montones de basura, legajos de mentiras. Esto, nada más que esto es lo que se quema. Esto y nada más. Hay que seguir quemando hasta el último documento de propiedad o privilegio».

Pero José S. y sus compadres se dieron cuenta enseguida de que la revolución, como la fortuna, es tornadiza y caprichosa, y Tomás, su compañero más cercano, le dijo un día de saqueo que «la revolución tenía estas cosas raras, un día lo tienes todo y al cabo de una semana no tienes nada». Así que José S. se hizo con un botín más que considerable, que antes de acabar la guerra pasó a Inglaterra con ayuda de un brigadista inglés, con quien se lo repartió. Y en Londres vivió cómodamente hasta hacerse viejo, aunque no pudo cumplir su añorada esperanza: «Volver algún día a España, en la masía donde nací».

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