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ARTÍCULOS

El chino del 75

ANASTASIO ROJO

Viernes, 30 de noviembre 2007, 02:12

HE escrito el título y me he apartado a mirarlo desde lejos. A un ojo le parece como si quisiese referirme a un oriental que acaba de alquilar un piso en el portal que hay al final de la calle; al otro le sugiere una añada famosa de un China-Sicilia. La verdad es que me ha metido la cabecera en la boca una entrevista que publicó hace unos días este periódico: «Pagaba los vinos a un compañero y él me enseñaba español una hora».

Yo habría puesto «el japonés de los cojones» y me habría quedado tan a gusto y ahora diré el por qué.

El entrevistado estuvo en Valladolid, como alumno del Colegio Mayor de Santa Cruz, el año 1975, y de aquí se llevó, grabados en el alma, dos recuerdos perennes, según parece: el de ser llamado chino y el de recorrer los miles de bares que había -es su memoria- en lo que los estudiantes llamábamos La Zona, el triángulo comprendido entre -poco más o menos- el Puerto Chico, el Carta Blanca y el Barbacana.

Lo de chino fue sin malicia y así lo recibió, según entiendo. En todas las pandillas había uno con los ojos pequeños a quien alguien llamaba un día chino, ¿Eh, chino!, y que con Chino se quedaba. No había afán de insulto, aunque, pensándolo hoy, tal vez a un japonés no le resultase gracioso. No lo sé. Nunca nos lo planteamos. Distinto era el caso de los árabes -palestinos, sirios, libaneses- que entonces abundaban en Medicina. No soportaban ser llamados moros ni en broma y en seguida te lo hacían ver: somos árabes, no moros. Punto.

El japonés supo encajar el vocativo porque era hombre cultivador de un buen humor que todavía conserva y para mí siempre ha estado en el recuerdo como el japonés de los cojones y como el protagonista de un suceso divertido. Voy con ello.

Como muchos otros nipones que después conocí, su método de aprender castellano consistía en cosechar palabras nuevas, entender lo que querían decir y practicar con ellas. A veces me juntaba con la pandilla que le había adoptado y todos nos reíamos francamente de él y con él. Franca y cariñosamente.

Decía uno, por ejemplo, para mí un serrada -el vino de chateo más caro entonces- y saltaba él: «¿Serrada? ¿qué es serrada?, quiero un serrada, ¿quieres un serrada?, ponme un serrada » etcétera.

Pero un día la juerga fue especial, quizás porque habíamos tomado un vaso más de los acostumbrados. Alguien, por lo que fuese, dijo no sé qué de los cojones y allí salió nuestro oriental: «¿Cojones?, ¿qué es cojones?» y el santo patrono de los estudiantes iluminó a uno para contestarle: «Son estos tacos que van en los zapatos, los hombres llevamos zapatos de cojones bajos y las mujeres zapatos de cojones altos». Después le enviamos a practicar con todas las chicas conocidas que encontrábamos, asegurándole que ellas mejor que nadie sabían del tema por lo de la moda, ya sabes. ¿Marisu, que el chino quiere practicar español con vosotras! Él se acercaba preguntándoles qué tipo de cojones usaban y de qué manera, ellas ponían cara de alucinadas y nosotros nos apoyábamos los unos en los otros para no caernos al suelo muertos de risa. Nos lo pasamos muy bien. Fue muy buena.

Y ahora voy y me entero de que le han hecho embajador del Japón en España. Es la segunda vez que me pasa algo parecido en pocos días. La semana pasada, en una entrega de premios, saludé cordialmente a otro viejo conocido de la época y el señor que estaba al lado, trajeado a lo Anacleto agente secreto, me susurró: el señor al que acaba de saludar es una persona importante. No sé que cara puse, porque repitió: muy importante.

¿Para que te fíes de nadie! La próxima vez que encuentre a una pareja bebiendo a morro en la puerta de mi casa, saludaré afablemente. ¿Quién te dice que en el futuro no van a ser el juez que te ha de sentenciar y la médico que te ha de extirpar la vesícula? ¿Me he quedado con tu cara!

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