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PABLO M. DÍEZ
Viernes, 28 de septiembre 2007, 03:25
Tras los enfrentamientos del miércoles, la Junta militar de Birmania intentó ayer aplastar de una vez por todas las protestas que sacuden al país desde hace diez días debido a la subida de la gasolina. Como dicha revuelta ha sido dirigida por los venerados monjes budistas, el Gobierno atajó el problema desde su raíz. Para ello, los soldados llevaron a cabo durante la noche del miércoles redadas masivas en los principales monasterios y templos de Myanmar, como ha rebautizado la Junta militar a la antigua Birmania.
En lo que la mayoría de la población considera un sacrilegio, los militares ocuparon estos recintos sagrados y detuvieron a más de un centenar de monjes. Entre los monasterios asaltados destacan el de Ngwe Kyar Yan y el de Moe Gaung, al norte de la antigua capital, Rangún.
«Rompieron la puerta con un coche y entraron destrozándolo todo», explicó a la agencia AFP un testigo del registro en Ngwe Kyar Yan, quien aseguró que «los militares disparaban y golpeaban a los monjes que se resistían». Corroborando su testimonio, las imágenes difundidas muestran en el suelo restos de sangre, casquillos de bala y cristales rotos.
Toda esta represión ha enervado a la hastiada población, que ha estallado tras soportar desde 1962 un autoritario régimen militar que ha sumido a Birmania entre los veinte países más pobres del mundo y el más corrupto de Asia.
«¿Dadnos libertad!»
En cuanto corrió la voz de que numerosos bonzos habían sido arrestados, entre 50.000 y 70.000 personas, la mayoría universitarios, volvieron a concentrarse en el centro de Rangún, ahora denominada Yangón, para increpar a los soldados. «¿Dadnos libertad!», les gritaba la multitud.
El Ejército y la Policía antidisturbios, armados con fusiles y pertrechados con escudos y porras, se habían desplegado en torno a las emblemáticas pagodas de Shwedagon y Sule, símbolos de la fracasada revuelta democrática de 1988 y desde donde han partido las últimas manifestaciones.
Recorriendo las calles con jeeps y utilizando megáfonos, los militares habían advertido de que volverían a disparar. Con la tenebrosa letanía que provocaba el ruido de sus bastones golpeados contra los escudos, los agentes marcharon en formación para despejar las calles. Pero los manifestantes no se achantaron y les plantaron cara incluso cuando los soldados les disparaban y lanzaban gases.
Como consecuencia, se repitieron los choques y las carreras, que dejaron atrás un reguero de sandalias abandonadas sobre el asfalto y, a veces, de sangre. Según reconoció la televisión estatal, el Ejército había matado a nueve personas, entre ellas al primer reportero caído en este conflicto, el fotógrafo japonés Kenji Nagai, de 50 años, que trabajaba para la agencia AFP News.
La brutalidad con la que la Junta militar, dirigida por el general Than Shwe, está sofocando estas revueltas pacíficas hace temer que se produzca otra tragedia como en 1988, cuando el Ejército masacró a 3.000 manifestantes.
Mientras la EE. UU. y la UE presionan a Myanmar con nuevas sanciones, el papel de China se ve comprometido por ser su principal aliado y no utilizar su influencia. En cambio, China está sirviendo como paraguas de la Junta militar amparándose en su política de no interferir en los asuntos internos de otro país. Tal y como ha explicado la portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores chino, Jiang Yu, Pekín espera que «todas las partes en Myanmar se contengan y se comporten de manera adecuada para evitar una escalada que complique la situación».
Aprovechando su presencia en la capital china para una nueva ronda de conversaciones sobre el desarme nuclear de Corea del Norte, el asistente al secretario de Estado norteamericano, Christopher Hill, hizo ayer un llamamiento a Rangún. «El Gobierno birmano debe dejar de pensar que puede solucionar este problema sólo con el Ejército y la Policía y empezar a darse cuenta de la necesidad de una reconciliación con el amplio espectro de activistas políticos del país», recomendó Hill para evitar un baño de sangre que ya ha comenzado.
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