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el norte
Domingo, 24 de octubre 2021, 11:18
La historia de La Soledad va ligada a la familia Colino, una saga zamorana de Villalba de la Lampreana, que decidió emprender una arriesgada aventura empresarial en el sector funerario en el Valladolid de 1934. Hoy, el abogado jubilado Paco Colino Gil, hijo del fundador, Juan José Colino Gallego, y sobrino de Arturo y Donaciano, participantes también en el negocio, rememora los comienzos de una funeraria que ha pasado a manos de Mémora, «una empresa seria, muy importante a nivel nacional, que mantendrá la reputación que conseguimos a lo largo de muchos años», asegura.
–¿Cómo su padre decide arriesgarse para fundar La Soledad?
–Mis abuelos paternos, mi padre y mis tíos se establecieron en Salamanca y montaron un negocio textil con dos tiendas de ropa y un taller de confección. Pero mi padre, aconsejado por un amigo y con el dinero de mi abuelo, decide introducirse en el sector funerario. Así, en 1934, con 21 años, aterriza en Valladolid y abre La Soledad, en la misma ubicación en la que se encuentra actualmente, la Bajada de la Libertad –luego abrieron un almacén en la plaza de Cantarranas y otro en Tintes–. Pero cuando estalla la guerra, vuelve a vestirse el traje caqui y es mi tío Arturo quien se traslada a la capital vallisoletana para mantener abierta la funeraria. En ese momento, sólo estaban Berzosa y Galindo.
–El negocio prosperó y los tres hermanos se volcaron en él.
–Sí. Mi padre ya regresa de la guerra y son los tres hermanos quienes explotan el negocio como comerciantes individuales. Cuando mi padre se aproximó a su jubilación, decidieron convertirse en sociedad anónima, sobre todo para dejar todo ordenado a los futuros descendientes, teniendo en cuenta que mi tío Arturo tenía tres hijos y mi padre, dos. Mi familia se hizo con Berzosa y, años más tarde, Deymos compra a Galindo su parte de la funeraria para instalarse al lado de la Catedral.
–Ya solo quedaban dos...
–Sí, y cuando mi padre cumple los 60 años la familia Colino decide entrar en el accionariado de Deymos, que tenía a Juan Guitart como gerente. Con Deymos estuvimos hasta el mes de mayo de 2018, año en el que decidimos vender la sociedad a Mémora, conscientes de que el sector exigía una mayor profesionalización. Y nos decantamos por Mémora porque es una empresa seria, muy importante a nivel nacional, y sabíamos que con ella la funeraria iba a mantener el estatus que habíamos conseguido gracias al buen hacer de mi padre y mis tíos, y que iba a respetar el esfuerzo que había realizado mi familia después de tantos años. Yo he visto contratar a mi padre muchas veces durante 40 años y nunca le ha vendido más de lo necesario a una persona. Esto ha hecho posible que familias enteras hayan sido clientes nuestros durante tres o cuatro generaciones.
–Ha hablado antes de un aumento de la profesionalización, ¿tanto ha cambiado el sector?
–Mucho. Yo era estudiante cuando entro en contacto con la funeraria. Como estamos en un sector que no cierra a ninguna hora, durante mis veranos de estudiante hice muchas noches en la oficina de la Bajada de la Libertad. Mi padre me daba una propina por atender a la gente en los servicios nocturnos. Y sí, puede asegurar que todo era distinto a la actualidad. Allí podía venir un señor de Santovenia con un tractor y un remolque para que le embalásemos un ataud para llevárselo. Nosotros no íbamos a hacer el entierro allí porque al difunto le llevaban a hombros desde la iglesia. El sector se ha profesionalizado, se atiende mucho mejor al cliente, una persona que ha perdido a un familiar y al que se le da todo tipo de facilidades para que sobrelleve de la mejor forma posible la situación.
–¿Sólo trabajaba en verano?
–No, no. Si había mucho lío, mi padre podía reclamar mi ayuda cualquier día de marzo o de abril. Yo era consciente de que había que arrimar el hombro. Cuando aquello se velaba en las casas y había que llevar el féretro al domicilio y subirlo por la escalera. Recuerdo que teníamos un empleado, que estuvo con nosotros desde los 20 años hasta su jubilación, que hizo dos turnos toda su vida, uno de día y siempre estaba de noche. Nosotros introducíamos en el féretro las velas y los candelabros, poníamos un paño y él cogía el ataud al hombro y en bicicleta lo llevaba hasta las Delicias. Si en el destino había algún voluntarioso de la familia que le ayudaba un poco, bien, y si no también. Les dejaba perfectos. Tenía una gran habilidad para mover los cadáveres.
–De la bicicleta a los automóviles, pasando por los coches de caballos...
–Sí, y se herraban en la calle José Mª Lacort. Teníamos una cochera en la calle San Quirce, esquina Imperial, y una cuadra con unos seis caballos. Pero cuando llegó a la Alcaldía Santiago López González, reunió a mi padre y a Galindo y les dio un año para que se deshicieran de los caballos. Nosotros se los vendimos a un tratante francés, y los coches a la productora de Samuel samuel Bronston. Recuerdo que, en uno de ellos, había esculturas a los lados, efigies de una mujer con una antorcha, cuya autoría correspondía a un discípulo de Mariano Benlliure, por lo que tenían valor en sí mismas. Se las vendimos a un anticuario de Madrid. Luego ya compramos furgonetas; la primera fue una Citröen, cuya matrícula era VA-15265.
–Y también ha habido un cambio notable en la forma de velar a los difuntos.
–Sí, cuando la familia Colino decide abrir el tanatorio San José es porque la sociedad ya había cambiado y demandaba este tipo de servicios. La profesionalización del sector era ya un hecho.
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