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Conocido desde el siglo XV como Campo de la Verdad, después de Marte y finalmente solo como el Campo -el 'apellido' Grande no se le puso hasta 1656-, este jardín vallisoletano es, desde hace siglos, el lugar de recreo y paseo favorito de los vallisoletanos. Situado entonces a las afueras de la ciudad, este espacio urbano es de gran importancia para Valladolid desde el siglo XV. Pero se sabe de su existencia desde, al menos un siglo antes: en julio de 1394 Enrique III, 'el Doliente', rey de Castilla, celebró en él una revista general a sus tropas formada por 2.300 lanzas. Escenario en el siglo XVI de los Autos de Fe, en 1506 fue colocada la horca en un lugar cercano a su entrada, por lo que se le empezó a conocer como 'el brasero'. Lugar de entrada y salida de la ciudad, de célebres duelos, de recepción de visitantes ilustres, escenario de actividades bélicas y religiosas... Antes de convertirse en el laberíntico jardín que es hoy fue un espacio vacío; un espacio concejil, un ejido de suelos agrícolas y ganaderos comunales para pasto de animales y lugar de eras para trillar. Un espacio comunal que no podía ser vendido a particulares porque correspondía a los llamados 'bienes de propios', razón por la que este área permaneció intacta hasta 1787.
Seis siglos han pasado desde la primera referencia histórica a este espacio tan vallisoletano en el que alcaldes como Miguel Íscar dejaron su impronta o poetas como Zorrilla lo nombraron en sus escritos. Sus cifras, sus sonidos, sus habitantes más queridos, sus esculturas, sus paseos... El Campo Grande está hoy más vivo que nunca. «Hay muchos Campos Grandes, dependiendo de la hora del día y de las distintas épocas del año. Cambia la luz, los visitantes... El milagro del Campo Grande es que haya llegado hasta nuestros días 'resistiendo' a la especulación inmobiliaria en el centro de la ciudad. Mantiene el encanto de ser algo antiguo pero que ha ido evolucionando y adaptándose a los tiempos», resume la historiadora de Arte María Antonia Fernández del Hoyo, autora, entre otros, del libro 'El Campo Grande' y experta en la evolución de este bosque urbano, «que no es solo el jardín. A mí me gusta reivindicar el valor de los paseos que forman parte del Campo Grande».
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Fue en el siglo XVIII cuando el italiano Jorge Astraudi y Muñoz (Florencia, 1715), corregidor e intendente de Valladolid, además de subdelegado de Montes y Plantíos de la Ciudad y Partido, decidió hacer de él un plantío. La corporación municipal se mostró contraria apelando a su génesis para justificar que tenía que seguir inculto. Se decía que los árboles podían llegar a ser un peligro para los devotos que asistían a los conventos de la zona; tendrían una maléfica interferencia con las ferias de ganado y con los ejercicios militares; serían perjudiciales para el cercano hospital impidiendo su ventilación o la causa de que los párrocos se negaran a llevar el viático por aquellos caminos. Se presentaron hasta 16 argumentos en contra, no obstante se presentó a Carlos III el plano realizado por el arquitecto neoclásico Francisco Antonio Valzanía, miembro de la Academia de Bellas Artes, a quien debe su característica fisonomía en forma de abanico. El rey lo aprobó sin reservas, concediendo permiso para entresacar de la Huerta del Rey algunos plantones, y se instó al Ayuntamiento a no contradecir las intenciones reales.
En noviembre de 1787 se comenzaron a abrir las zanjas y durante el invierno se llevó a cabo la plantación. Muchos particulares aportaron árboles. Se plantaron 1.800. El plantío se trazó en forma de paseos, cuyas calles estaban formadas por hileras de olmos comunes, también conocidos como negrillos, que confluían en dos plazas redondas. En abril de 1788 Astraudi envió al conde de Floridablanca su descripción: «1.800 árboles de olmo negrillo, separados entre sí 20 pies (5,6 metros), rodeando todo el perímetro con cuatro filas que originaban tres calles, más ancha la central para coches, reservadas las laterales a peatones. En el interior, también con árboles, se formaron dos plazas circulares de las que partían paseos de forma radial. La línea exterior distaba de las fachadas de los edificios 15 metros y se interrumpía frente a las entradas de los conventos». Se instalaron asientos de madera labrada apoyados sobre piedras redondas y se pintaron de color verde. En las entradas de los paseos peatonales se colocaron trozos de columnas para impedir la entrada de los coches. En la calle principal se instalaron cuatro leones de piedra en sus pilares, dos a la entrada y dos a la salida.
En julio de 1788 los árboles habían prendido en su mayoría y estaban frondosos («favorecido por unas lluvias desusadamente copiosas»). En mayo de 1789 Carlos IV ordenó que se entregasen 4.000 reales para el riego continuado en verano y el empleo de un guarda. Se repusieron también los árboles perdidos. El lugar se convirtió en el sitio favorito de los ciudadanos para su tiempo de ocio, pero también hubo alardes, maniobras y revistas de tropas.
En junio de 1808 las tropas de Napoleón entraron en Valladolid y los mil soldados de artillería con su correspondiente armamento acamparon en él. En diciembre del mismo año entraron las tropas inglesas y apresaron a los franceses. En enero de 1809 Napoléon pasó allí revista general a sus tropas y aunque los franceses mejoraron su alumbrado, su estado entonces era «lastimoso». En 1856 el aspecto de los árboles era muy preocupante. La grafiosis (enfermedad mortal para los olmos a la que se le puso nombre a principios del siglo XX) se llevó por delante casi todos los ejemplares. Poco a poco se fueron sustituyendo los olmos por acacias y otros árboles. A finales del siglo XX quedaban escasos ejemplares y desde el XXI solo queda en pie, seco y sin vida, un solo olmo situado al principio del llamado Sendero de los Olmos. En recuerdo de los olmos negrillos muertos se plantaron algunos olmos siberianos. En el otoño de 1896 se habían plantado hasta 71 especies diversas, entre árboles y arbustos. Hoy hay 214.
El Campo Grande tuvo muchas reformas parciales hasta 1877, pero fue la llegada de Miguel Íscar a la alcaldía de la ciudad la que marcó un antes y un después, transformando el plantío en el jardín romántico y burgués que hoy conocemos. De Barcelona trajo la idea y al técnico horticultor Ramón Oliva, responsable de algunos de los más notables parques urbanos de la época, como el Parque de la Ciudadela de Barcelona o el Campo del Moro de Madrid, entre otros. Junto a su sobrino, Francisco Sabadell y Oliva, encargado de jardines, recibieron el encargo de reformarlo como un espacio botánico con aves y especies vegetales, respondiendo a una concepción romántica y naturalista. En diciembre se aprobó el plano de Oliva y Sabadell salió al extranjero con objeto de comprar plantas y semillas por valor de 20.000 reales. El 15 de diciembre comenzó el trazado sobre el terreno. Más de 60 obreros arrancaron los viejos árboles y plátanos ornamentales, castaños y magnolios sustituyeron a los olmos negrillos. En dos años se gastaron 88.000 pesetas en plantas de hoja perenne. Hoy el mantenimiento del parque cuesta unos 300.000 euros al año. Reconvirtieron las hileras de olmos plantadas en un frondoso vergel de aire romántico y naturalista con laberínticos caminos, plazas y glorietas salpicadas de fuentes, memoriales y pajareras de aves exóticas, incluyendo un arbolado de especies llegadas de otros continentes y tiempo después un estanque y una gruta artificiales.
En 1878 el Ayuntamiento comenzó los trámites para que se construyera un lago con una superficie de 3.000 metros cuadrados, para lo que se trajeron 180 toneladas de piedra de La Parrilla y Montemayor de Pililla. A finales de 1879 el estanque ya estaba concluido. La obra del estanque se complementó con la construcción de una gruta, decorada con una cascada, que se inauguró en las fiestas de 1880 con la actuación de un funambulista. ¿Sabían que las estalactitas se trajeron desde Atapuerca? El Ayuntamiento contrató al artista francés Malaure quien rastreó varias cuevas naturales de España y terminó por comprar miles de kilos de estalactitas de la cueva burgalesa. La gruta, con sus dos acuarios, se convirtió en uno de los lugares más visitados del Campo Grande. Las obras se prolongaron hasta 1883, tres años después de la muerte de Miguel Íscar.
Hoy el Campo Grande sigue siendo ese lugar de recreo y paseo favorito de los vallisoletanos que ha sabido adaptarse a los gustos de los vallisoletanos a lo largo de los siglos; desde aquellos que se sentaban en la terraza del Café del Pino a escuchar la música de las orquestas que tocaban en el templete decimonónico a los niños que montaron en el estanque en la barca de El Catarro o los que quieren fotografiarse con los pavos reales, que allí moran desde 1930. Corazón y pulmón de la ciudad, el Campo Grande sigue tan vivo como el primer día.
Una historia de: Sonia Quintana
Fotografías y vídeos: Ramón Gómez y Rodrigo Ucero
Infografía y diseño: Fran González y Pedro Resina
Coordinación: Liliana Martínez Colodrón
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