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Él mismo había sido apresado por corsarios franceses al regresar de un viaje, por lo que conocía en persona las condiciones del cautiverio en pleno siglo XVIII. John Howard (1726-1790) era un acaudalado joven inglés que había heredado una enorme fortuna de sus padres. Filántropo y humanista, le obsesionaban las pésimas condiciones de la población carcelaria, por lo que, una vez nombrado sheriff de Berdfordshire, decidió emprender un viaje para visitar las prisiones de su país. Las conclusiones, publicadasen el famoso libro 'The state of the prisons in England and Wales' (1777), eran devastadoras, por lo que no tardaron en convertirse en la base para la reforma de la ciencia penal inspirada en el espíritu humanitario. Porque lo que vio allí y en su viaje posterior a Europa, en 1783, era penoso: edificios ruinosos, presos de todo tipo, condición y sexo mezclados, torturas, enfermedades...
Visitó Marsella, Nápoles, Malta, Lisboa, España, Rusia y Ucrania. A nuestro país llegó un domingo, 9 de marzo de 1783, con cartas de presentación del embajador de España en Lisboa, y visitó Badajoz, Toledo, Ciudad Real, Burgos, Madrid, Valladolid y Pamplona. En aquellos tiempos, la cárcel rara vez se imponía como pena, sino que solía ser una institución para custodia y seguridad de los reos, que permanecían allí mientras se seguían sus procesos y hasta el cumplimento de la sentencia. El propio Carlos III recordó, en 1788, que las cárceles eran lugares para «la custodia y no la aflicción de los reos». «En el Antiguo Régimen, la cárcel actúa como garantía procesal y la pena privativa de libertad se da en escasas ocasiones. Existía una diferencia entre cárcel con carácter preventivo y presidio con carácter punitivo», señala Margarita Torremocha, catedrática de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid. Será precisamente a finales del Antiguo Régimen cuando se avance hacia el concepto contemporáneo de prisión.
Llevado de su espíritu filantrópico, Howard denunció el mal estado de los establecimientos penitenciarios europeos, señalando que no eran lugares de corrección sino de dolor a través del castigo. Su intención era humanizarlos mediante medidas como la separación de los reos por sexos, edades y situación procesal, el establecimiento de un sistema celular (aislamiento) dulcificado, el acortamiento de las condenas, el trabajo dentro del presidio, y la concesión de certificados de conducta a la salida de prisión. Durante su estancia en España visitó 45 instituciones: 18 prisiones y casas de corrección, 19 hospitales y 8 establecimientos diversos. Aunque adolecía también de defectos graves, el sistema penitenciario español le pareció más humanitario que el de otros países visitados previamente.
Valladolid, donde llegó en abril de 1783, tenía entonces varios centros penitenciarios: Chancillería, cárcel de la ciudad, de la Corona, la Galera, la Inquisición, la Universidad y las vinculadas a la justicia eclesiástica. En la cárcel de Chancillería había, según el inglés, 128 hombres y 13 mujeres. «La mayoría de los presos de la Cancillería o de la prisión provincial yacen en un banco en una habitación larga; no tiene mazmorras», señalaba. Peor situación mostraba la prisión de la ciudad, ubicada en la calle de San Lorenzo: «Había en esta ciudad una prisión grande, muy mal construida y mal administrada, que contenía un número inusual de mazmorras húmedas y estrechas (...). En una de ellas encontró a un desafortunado individuo encadenado a una gran piedra, sin otro lugar donde descansar que el suelo húmedo y sucio. Allí se practicaban las crueldades de la tortura. Un infeliz criminal había sido ejecutado recientemente, solo por la confesión de asesinato que le arrancaron mientras estaba bajo tortura, no por el delito del que se le acusaba; de esto se declaró inocente».
Gracias a la intercesión del conde de Campomanes pudo visitar la sala y cárcel de la Inquisición, instalada en la calle Real de Burgos, aproximadamente donde hoy se encuentra el colegio Macías Picavea. El trato a los presos era más humanitario que en otros presidios. «Fui recibido en la sala de la Inquisición por los dos inquisidores, sus secretarios y dos magistrados, y conducido a dos salas (...). En una sala grande, vi en el suelo y estantes muchos libros prohibidos, algunos de ellos ingleses; en otra habitación, vi multitud de cofres, cuentas y pequeños cuadros. También me mostraron la gorra pintada [en alusión al sambenito] y las vestimentas de las infelices víctimas. Tras varias consultas, me permitieron subir a la escalera privada, por donde se llevan a los presos al tribunal; esta conduce a un pasillo con puertas cerradas, al que no se me permitió entrar».
Aunque no pudo entrar en las celdas, los inquisidores le describieron su configuración, la incomunicación de los presos y cómo, una vez dictada sentencia, no había posibilidad de apelación: «Al caminar por el patio y conversar con los inquisidores, supe que las celdas tienen puertas dobles y están separadas por dos paredes para evitar que los prisioneros se acerquen. Además, sobre el espacio entre las paredes hay una especie de chimenea o embudo, cerrado en la parte superior, pero con perforaciones en los laterales, por donde entra aire y un rayo de luz. Estos embudos, me dijeron los inquisidores, tienen doble barrote y uno de ellos sirve para dos celdas. Ambos inquisidores me aseguraron que no pusieron hierros en ninguno de sus prisioneros. Los pasillos a los que se abren algunas celdas tienen pequeñas aberturas para la entrada de luz».
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