Con la explosión regresó el terror a Valladolid
El 14 de junio de 1950 estalló el polvorín número 1 del Pinar de Antequera, provocando tres muertos y 82 heridos; para los vecinos significaba el retorno a la pesadilla de 1940
No fue tan horrible como la de septiembre de 1940, cuando murieron 116 personas y 75 resultaron heridas, ni la censura actuó con tanta cerrazón, pero los vallisoletanos vivieron aquella catástrofe como la gota que desbordó el vaso del terror: aún con el miedo en el cuerpo a causa de lo ocurrido diez años antes, el 14 de junio de 1950 una nueva explosión de un polvorín militar del Pinar de Antequera sembraba el pánico en la ciudad. Basta con ver la portada de El Norte de Castilla del día siguiente para darse cuenta: cuatro fotografías sucesivas, tomadas minuto a minuto, reflejaban cómo «la columna de humo, como una enorme seta, se alzó al sur de Valladolid y por varios momentos cubrió el horizonte».
Ocurrió hace ahora 70 años y el estruendo fue de tal envergadura, que varios edificios del centro de la ciudad sufrieron desperfectos, sobre todo la rotura de cristales en escaparates, ventanas y balcones. Aquel polvorín, el número 1, contenía 38 toneladas de pólvora. La principal causa de su estallido tuvo que ver con la descomposición del material, causada probablemente por las alteraciones provocadas por la humedad. También pudo influir el abandono de este tipo de construcciones en aquellos años de postguerra, como acredita lo sucedido en esos mismos años en otros polvorines españoles, como Alcalá o y Cádiz, cuyas explosiones fueron mucho más trágicas.
Como ha puesto de relieve Javier Municio en su libro 'Explosiones en los polvorines del Pinar de Antequera', publicado en 2015, entre la Cañada Real y la carretera de Rueda se fueron construyendo diez depósitos para almacenar los materiales primarios con los que montar los proyectiles del Parque de Artillería: eran los famosos polvorines del Pinar. Los más recientes se ubicaron bajo tierra, como era el caso del nº 1, el que hizo explosión en 1950.
Ocurrió a las nueve menos cuarto de la mañana y su impacto fue mucho más grave que lo que la prensa, aún sometida a censura, quiso dar a entender. El testimonio del soldado de infantería que estaba de guardia, destacado por Municio, refiere la sensación previa de un terremoto, seguida de un potente fogonazo. Otros testigos recuerdan ver cómo volaban piedras y grandes trozos de hormigón, sin olvidar los desperfectos causados en edificios de la zona: la escuela resultó parcialmente destrozada, la casa del guarda, situada a doscientos metros del polvorín, quedó completamente destruida, y los daños materiales afectaron tanto a las instalaciones militares como a las viviendas particulares.
Aunque en un primer momento se dio la cifra de 5 muertos y 72 heridos, el número oficial de víctimas fue de 85: tres muertos y 82 heridos. Entre los primeros, el soldado José Mayo Pérez, del Regimiento de Infantería de San Quintín 32, su compañero del Parque de Artillería Raimundo Fernández Piquero, y la paisana Hilaria Calvo González, a quien una piedra de dieciséis kilos de peso quitó la vida cuando llevaba en brazos a su hija de once meses. Lo cierto es que el panorama circundante era desolador: grandes hoyos provocados por enormes pedruscos, tierra, escombros y árboles segados. «Una hora después de ocurrida la explosión se veían a ambos lados de la carretera numerosos árboles desgajados por las piedras, algunas de gran tamaño, que cayeron con verdadera violencia después de ser lanzadas a considerable altura y distancia», señalaba este periódico.
Menos muertos
Los primeros en atender a los heridos fueron los miembros del servicio de Aviación, que llegaron a la zona con sus camionetas, seguidos de la Guardia Civil y de los integrantes de los servicios de Vigilancia del Ejército. Para evacuarlos al Hospital Militar fue necesario emplear la carretera de las Arcas Reales, aún sin asfaltar, pues la de Rueda estaba repleta de tierra, ramas y escombros provocados por la deflagración. Aunque fuentes oficiales apuntaban al carácter subterráneo del polvorín y a la reacción inmediata de las autoridades, civiles y militares, como principal explicación de que el número de víctimas fuera menor al de la tragedia de 1940, Municio considera que ello obedeció a que no había tanta gente sobre el polvorín y a que la carga explosiva era una quinta parte de la de aquella. Aun así, junto a los tres fallecidos hubo que lamentar 82 heridos, de los que 51 eran miembros del Regimiento de Infantería de San Quintín 32, 26 del Parque de Artillería, 1 del Grupo Automovilístico número 27, y 3 paisanos.
Un mes más tarde, la Jefatura Provincial del Movimiento repartía donativos económicos a 26 familias afectadas por la catástrofe. Del pánico generado por este tipo de sucesos dio buena cuenta este periódico en su portada del 17 de agosto de 1951, al anunciar el final «de una pesadilla». Y es que, gracias a las presiones de la Junta de propietarios y vecinos del Pinar de Antequera, presidida por Jesús Rivero Meneses, el capitán general de la VII Región Militar había decidido trasladar los polvorines: «Ha desaparecido el temor y el peligro que constantemente amenazaban a los habitantes y concurrentes de aquel lugar», celebraba la noticia
La trágica muerte de Hilaria
«Una piedra, de peso aproximado de diez y seis kilogramos, alcanzó a Hilaria Calvo, de 36 años, que, llevando en sus brazos a una niña de once meses salía de su casa. La infortunada mujer resultó muerta y la niña fue despedida y solamente se le apreciaban erosiones». Hilaria fue, en efecto, una de las tres víctimas mortales de aquel suceso. Como señala Javier Municio en su investigación, ella y su marido, Luis Cristeto García, decidieron salir de casa con sus hijas nada más sentir el temblor de tierra. Luis salió el primero, llevando consigo a la mayor, e Hilaria le siguió con la niña de 11 meses en sus brazos. Todo ocurrió en el patio: una piedra enorme, lanzada por la explosión, acabó con la vida de Hilaria mientras que la pequeña, milagrosamente, resultaba ilesa.
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