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EMILIO RUIZ
Lunes, 30 de mayo 2011, 02:54
No siempre la división territorial de España en autonomías gozó de la simpatía de los habitantes, que se habían criado bajo el mapa por provincias, atendiendo a su historia y a sus formas de vida. Algo permanece más o menos oculto y a la hora de hacer las cuentas no todo es positivo, aflora el descontento de algunas de sus partes. La cuestión se remonta al restablecimiento de la Generalitat de Cataluña (1977), con la que se inicia la fase de las preautonomías. Desde un principio, se establecen dos clases de autonomías, la plena o máxima y la gradual, que darán lugar a diversos niveles de competencias. Castilla y León vio aprobado su Estatuto el 25 de febrero de 1983, junto con Baleares, Extremadura y Madrid, después de optar por la vía del artículo 143. Soria, por ejemplo, quedó automáticamente adscrita a la comunidad de Castilla y León, al igual que Ávila, Segovia, etcétera. Lo que suponía acatar el principio de unidad, solidaridad, igualdad y todas las limitaciones a la capacidad negociable, que comienza por prohibir cualquier intento de federación.
De este modo, el principio de igualdad podía entenderse como la libertad de circulación de personas y bienes en todo el territorio. Pero frente a todo este cúmulo de restricciones y obligaciones, hay toda una estructura de ciudades y pueblos sin conexión alguna, dispares en su contenido, únicamente ligados por la doctrina del equilibrio debida a Carlos V, emperador y Rey de España, a la que se opusieran a muerte los Comuneros, los que ahora se reúnen todos los años, el 23 de abril en Villalar, para reivindicar lo contrario. Una paradoja de la historia, una de tantas.
Conviene recordar que los primeros pasos que se dieron en España para una división autonómica no pudieron ser más toscos. Carentes de todo rigor científico, anteponían a cualquier otra consideración el principio de la homogeneidad: el porcentaje de población activa sobre el total, la densidad de población y la renta por habitante. Estos tres parámetros fueron los que, esencialmente, se tuvieron en cuenta para una primera división regional. De aquí se deducía que cada región sería el resultado de una suma de provincias en torno a la de mayor renta, para ir descendiendo de una forma gradual. Según esta teoría, Soria vendría a ocupar el fondo del saco de una hipotética región. A falta de estadísticas como instrumento de trabajo, imprescindibles en todo método de planificación, Valladolid se llevó el gato al agua, para al final de cuentas, convertirse en lo que en modo alguno se preveía: en la metrópoli de una región invertebrada.
Pese a todas estas arbitrariedades, el sistema puesto en marcha por la Administración central fue un hecho consumado. No faltaron, por supuesto, todo tipo de objeciones. Desde las más razonables, por ejemplo, la del sociólogo Linz, hasta las más comedidas -Julián Marías- que solo denunciaba la existencia de dos administraciones para un solo acto administrativo, o la consolidación de las diputaciones a punto de desaparecer. Pero al final prevaleció la Política (con mayúscula). Así, se puso en marcha la máquina del Gobierno central y los entes autonómicos.
Al cabo de los años, unos treinta, algunas comunidades no aprecian ningún signo de que entre sus habitantes haya hecho su aparición el 'hombre regional', en alguna medida paralelo al 'hombre del renacimiento', al 'hombre de la ilustración', o a la dolorida Generación del 98, o, a los regeneracionistas de Costa o Mallada. Solo cabe admitir como señas de identidad regional la dependencia administrativa y, en el mejor de los casos las ayudas, las subvenciones como el maná que puede llegar si somos buenos y obedientes.
Pero como es lógico esperar, cada comunidad ha seguido su camino, el propio, sin tener presente que formaban parte de un todo. Ahora, en plena crisis, nos encontramos que la deuda de las autonomías se incrementó en 2010 en un 32% respecto a 2009, más o menos, el 10% del PIB español. Ni que decir tiene que cada una de ellas es tan desigual como el escaparate de un comercio al por menor: desde el 16,2% de su PIB (Cataluña) hasta el 9,2% de La Rioja. ¿Puede haber una gobernabilidad sensata y seria frente a la política de la UE, que vela por tranquilizar a los mercados, a los prestamistas internacionales? En nuestro caso concreto, si el Gobierno central hace sus deberes, asumiendo enormes sacrificios sociales, ¿cómo se puede entender que una comunidad se vanaglorie de haber emitido deuda pública para satisfacer su ego?, me refiero al caso concreto de Castilla y León. Es incomprensible que muchos ayuntamientos actúen como si el problema del ajuste nacional respecto a la UE no fuera con ellos, poniendo en entredicho la solvencia y el buen nombre de España. ¿Acaso las administraciones públicas, autonómicas y municipales, ignoran que la deuda total a finales de 2010 ascendía a la cifra de 636.767 millones, superando al límite del 60% fijado en el Pacto de Estabilidad? Por supuesto, con incumplimiento por parte de España. Todo esto quiere decir que si bien el Estado hace un gran esfuerzo por cumplir su palabra, todo puede quedar en agua de borrajas si las administraciones regional y locales campan por sus respetos.
Son tantos los ejemplos que podríamos poner encima de la mesa, que desbordan la política del buen hacer (el caso de Soria, con un posible soterramiento para guardar coches en pleno centro de la ciudad o la pretendida puesta en marcha de un polígono de servicios, carente a todas luces de demanda).
Pero hay una fecha fija, la del 22 de mayo, y las CC AA que no hubieran hecho sus deberes, que no hubieran cumplido los objetivos del déficit, no podrán emitir deuda a largo plazo. Es de esperar que la cabeza de nuestros regidores haya entrado en razón y se pronuncien como hombres de talante regional.
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