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:: JOSÉ IBARROLA
ARTÍCULOS

Igualdad, igualitarismo, excelencia

«La igualdad y la libertad no se llevan bien. Son valores antitéticos, opuestos, por principio elemental en la teoría política: el ejercicio de cualquiera de las dos exige necesariamente la limitación o fuerte restricción de la otra»

AGUSTÍN GARCÍA SIMÓN

Sábado, 30 de abril 2011, 03:11

El anuncio reciente de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, de crear un bachillerato para los mejores alumnos, y su inmediato eco polémico y, más que previsiblemente, áspero y agresivo en su discusión, me permite hacer algunas consideraciones, no en torno al propio plan en sí, sobre el que se pronunciarán profusa y encarnizadamente cuantos doctores saquen a la palestra las distintas facciones enfrentadas, sino acerca de dos conceptos fundamentales sobre los que se ha basado en los últimos decenios la deriva desastrosa de la educación en España: la igualdad y el igualitarismo. Aunque de entrada me parece plausible, por pura sensatez, no me interesa aquí el planteamiento teórico del proyecto y su desarrollo, que desconozco, sino la clarificación tan elemental como, parece, desconocida por la sociedad española, de la utilización sesgada e interesada de valores presentes en la democracia liberal que, teóricamente, rige nuestras vidas y haciendas y, por supuesto, la educación de nuestros hijos. Solamente un apunte, antes de entrar en materia: ¿qué se puede esperar de un país que ha legislado solemnemente para que diecisiete territorios del mismo puedan hacer planes educativos al margen del resto? Evidentemente nada.

La obsesión de igualar a los alumnos por abajo, es decir, de primar en la práctica la torpeza, la irresponsabilidad, la desidia y la mediocridad para que, socialmente, brille una supuesta y, a la postre, falsa igualdad no discriminatoria, es una obsesión progresista y una torticera categoría ideológica de la sedicente izquierda para, en palabras de Hannah Arendt, «demostrar lo que no puede demostrarse, es decir, que los hombres son iguales por naturaleza y que solo difieren por la historia y las circunstancias, de forma tal que pueden sentirse iguales no por los derechos, sino por las circunstancias y la educación». Produce cierta vergüenza tener que recordar la evidencia: por naturaleza, los hombres son diversos, distintos, heterogéneos, diferentes. Lo que les iguala en absoluto es su condición de hombres, la dignidad humana, del mismo modo que les separa del resto de los animales su inteligencia y su capacidad de hablar, de lenguaje. Si es palmario que a todos nos engendra libres la naturaleza, como sentenció Plauto, el asunto se complica cuando entra en danza la igualdad. Hasta las revoluciones del siglo XVIII, pretender la igualdad de los hombres era algo así como un pensamiento demoníaco. La igualdad, precisamente por eso, es un concepto revolucionario (de la Revolución por antonomasia, la Francesa) que no tolera ningún privilegio, régimen especial o fuero dentro de la nueva nación de ciudadanos que sustituyó al territorio o reino de súbditos del Antiguo Régimen. De ahí que en lugares donde no se llevó a cabo esa Revolución 'comme il faut' (en España, por ejemplo) haya territorios que mantienen y se niegan a perder sus fueros y privilegios (Navarra, País Vasco) o a someterse a los mismos derechos y obligaciones que los ciudadanos del resto del Estado (Cataluña), invocando delirios nacionales y diferencias más o menos imaginadas, que la Revolución Francesa arrasó nada menos que en el siglo XVIII.

La 'igualdad de condición' que predicaron y defendieron los jacobinos de aquella Revolución llegó mucho más lejos y fue más realidad en los Estados Unidos que en Europa, donde acabó formalizándose en las constituciones liberales como igualdad ante la ley. Y eso es lo que nos queda, que es muchísimo si los regímenes constitucionales vigentes consiguieran realmente hacer realidad efectiva este hallazgo extraordinario y su corolario de lógico desarrollo: la garantía verdadera que el Estado debe ofrecer a sus ciudadanos en la igualdad de oportunidades. Esa es la madre del cordero.

De modo que la igualdad no es asunto de naturaleza, sino de organización social humana, de derechos: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos», reza el artículo 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Pero la igualdad y la libertad no se llevan bien. Son valores antitéticos, opuestos, por principio elemental en la teoría política: el ejercicio de cualquiera de las dos exige necesariamente la limitación o fuerte restricción de la otra. Ocurre algo parecido con el liberalismo y el igualitarismo, doctrinas políticas profundamente diferentes, antagónicas: «La única forma de igualdad que no solo es compatible con la libertad, tal como es entendida por la doctrina liberal -nos dice Norberto Bobbio-, sino que incluso es exigida por ella, es la igualdad en la libertad, lo que significa que cada cual debe gozar de tanta libertad cuanto sea compatible con la libertad ajena y puede hacer todo aquello que no dañe la libertad de los demás». O sea, justamente lo que impide el igualitarismo, sistema que más allá de abrogar toda diferencia de clase, ataca frontalmente, hasta liquidarla, cualquier forma de libertad individual que no coincida con la uniformidad prescrita como ideal de organización social. El desarrollo del igualitarismo aboca necesariamente a formas de gobierno totalitario, y su profundización, al desastre inevitable, como nos enseña hasta la náusea el siglo XX.

Así que la excelencia, camino de perfección de los mejores, de los menos, de la élite, en los que la libertad individual, el esfuerzo, el trabajo bien hecho y el mérito son consustanciales a su andadura, tienen en el igualitarismo, al peor de los enemigos. Reencontrar el camino de la cordura implica necesariamente volver al diagnóstico que Jean-François Revel escribió en 'La traición de los profes': «La igualdad de enseñanza no puede consistir más que en crear condiciones de acceso a los estudios en las cuales cada uno obtendría el éxito únicamente en función de sus facultades intelectuales reales».

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