El silencio de los corderos
«Cobardes y asesinos que amparados en la fiesta piensan que un disparo es divertido»
ANTONIO PIEDRA
Martes, 4 de enero 2011, 01:15
En Castilla y León la fiesta de Noche Vieja y Año Nuevo se celebró como nunca: se bebió con generosidad, se peleó como rambos en camiseta con misiles desplegados, y en consecuencia el 112 tuvo que emplearse a fondo en un tiempo escaso. ¡Qué tíos! Todo un récord de felicidad rebosante que no pasará a la historia por mucho que en Madrid o Barcelona descendiera la conflictividad a la mitad del año anterior. En mi barrio, sito entre las plazas de la Circular y de la Cruz Verde en Valladolid, la broma se saldó con disparos de bala. Mi mujer, que tiene un oído de tísica para lo que quiere, lo percibió con nitidez: «¡Eso no ha sido un petardo, eso ha sido un disparo!». Sí, hombre, porque tú lo digas. Y ni puñetero caso.
Pero resulta que sí. Como han referido los medios, se disparó con pistolas al tendido para ver cómo se hería a las palomas, cómo dos chicas jóvenes -una que transitaba por la plaza y otra que miraba desde el balcón-, doblaban el ala como parte de un espectáculo que tira petardos en las calles como quien remata a una pécora. Resulta cruel escribirlo. Pero la realidad es más despiadada aún. Hablamos directamente de cobardes y asesinos que amparados en la fiesta piensan que un disparo es divertido porque su concepto del bien descansa en una falacia delirante: causar daño sin que lo parezca. Y es así cómo la diversión al límite, poco a poco, va adquiriendo carta de naturaleza.
Con esta pantomima del exceso suministrado en dosis -nadie se convierte de la noche a la mañana en delincuente festivo-, los pretextos se imponen a las razones. Todos sabemos cómo suceden estas cosas. Hasta los muy locos lo asumen como parte de su currículum. Yo conocí a un orate oficial que no sabía leer ni escribir, pero que parecía un abogado en ejercicio: conocía las leyes que lo amparaban con su denominación de origen. Hizo un carrerón: se especializó en robar a mujeres, jamás a un hombre. Comenzó arramplando con todo aquello que parecía un descuido. Pero se cansó de paraguazos, y al ver que no ocurría nada pasó a la delincuencia activa: al robo y a la navaja intimidante. Pero como estaba majara...
Pues nada, como la gente se pone interesante cuando se mete una rayita o una copa de más en el cuerpo, digo yo que de algo tendrá que responder con estas bromas, ¿no? Al menos que se beba «parte de su propio veneno», como decía Séneca. Pero en todas partes cuecen habas. Una amiga traductora me contó hace días un relato espeluznante que vivió de primera mano y que tiene extasiados a los jueces de Teherán. Un niño jugaba en la puerta de su casa con un balón, se le escapó y corrió tras la pelota hasta un patio lindero. Allí estaba de juerga un grupito de jóvenes que ven cómo un corderito salta alegremente la valla. Total, que lo atrapan, lo matan, lo guisan y se lo comen. Los jóvenes juran y perjuran que se zamparon un cordero y no a un niño. ¡Qué dilema para los jueces! ¿Brindaremos aquí el próximo año con el silencio de los corderos? Luis Vives advirtió hace siglos que mezclar el mal con la fiesta acaba siempre en tragedia, y en una rabelada del año la pera hasta Judas da la cara así: «San Pedro le pegó a Judas/ con un palo en los riñones/ y Judas le contestó: ¡Qué bromas de los cojones!». Pues eso.
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