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CARLOS ÁLVARO
Miércoles, 24 de noviembre 2010, 01:24
La noticia, que causó hondo pesar en el pueblo segoviano, llegó por telégrafo a eso de las once de la mañana. Inmediatamente, se acuertelaron las tropas, se incrementaron las medidas de seguridad y vigilancia en toda la población y los empleados de la Central de Telégrafos recibieron órdenes de incorporarse inmediatamente a las oficinas para que el servicio no faltara durante las veinticuatro horas del día.
El rey Alfonso XII acababa de morir en el madrileño Palacio del Pardo, donde había pasado sus últimas horas. Era el 25 de noviembre de 1885 -mañana se cumplen 125 años redondos- y el sistema constitucional, que aún no estaba consolidado, se asomaba al abismo. «¡Qué conflicto, Dios mío, qué conflicto!», exclamó el rey antes de expirar. Todo quedaba en manos de su esposa, la reina María Cristina, y de Antonio Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta, los dos estadistas que acabarían turnándose en el Gobierno de manera pactada.
El joven monarca -a don Alfonso, cuando murió, la faltaban tres días para cumplir los 28 años- estaba gravemente enfermo. Aquejado de tuberculosis, su salud se había deteriorado considerablemente en los meses previos al fatal desenlace, aunque la maledicencia, conocedora de las correrías nocturnas del soberano, había llegado a afirmar que el rey estaba hecho polvo «de tanto joder». Cuenta el periodista Vicente Fernández Berzal que el propio Alfonso XII, en el transcurso de una cacería celebrada en el verano de aquel año en la segoviana finca de Quitapesares, le había confesado al conde de Malladas que su estado físico le hacía albergar los más tristes presentimientos.
El dolor que embargó el ánimo de los segovianos al enterarse de lo sucedido no fue casual. Alfonso XII era un monarca muy querido. Por el Real Sitio de San Ildefonso sentía especial predilección. Todos los veranos descansaba en el Palacio de La Granja, circunstancia que le facilitaba múltiples escapadas a la ciudad del Acueducto. Cuando en 1878 murió su esposa, la reina María de las Mercedes, el desconsolado rey se refugió en la soledad de los montes de Riofrío, donde pudo disfrutar de la paz y el sosiego, así como de intensas jornadas cinegéticas, siempre rodeado de sus más fieles consejeros. Se dice que en una cacería en Riofrío se fraguó el inició de la restauración del Alcázar de Segovia, por exigencia del conde de Sepúlveda, que logró arrancarle la promesa al ministro de Fomento cuando éste se disponía a disparar a un corzo.
-¡Déjeme, por Dios, conde, que se me va la pieza!, replicó el ministro.
-Nada; que no tira usted si no accede a mi petición.
-¡Concedido!
El corzo cayó abatido y las obras daban comienzo en el mes de marzo de 1882, justo veinte años después del incendio que arruinó la fortaleza. Lo cierto es que el rey hizo todo lo posible por devolver al Alcázar el esplendor que tuvo en el pasado. Él mismo había visitado las ruinas en tres ocasiones, una de ellas acompañado por su segunda esposa.
En 1885, la muerte de Alfonso XII tiñó de luto la ciudad, ya muy dolorida por los efectos de la terrible epidemia de cólera.
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