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Lara Arias
Jueves, 15 de mayo 2025, 10:07
Rubén Celada Caminero es ingeniero agrónomo, doctorando y, como él mismo dice, alguien que «vive la agricultura por dentro y por fuera». Procedente de una familia de agricultores, Celada ha encontrado en la agronomía una forma de continuar con ese legado familiar, pero también de abrirse nuevas puertas profesionales. «Mi padre es agricultor, mi hermano también, mis abuelos lo fueron… Estudiar ingeniería agrónoma fue una cuestión de vocación», afirma. Hoy trabaja en una asociación dedicada a la mejora del cultivo de la remolacha azucarera, aunque su implicación con el sector va mucho más allá: es también perito de Agroseguro, autónomo y colabora en la gestión técnica de la explotación familiar. «Tengo horario de siete a tres, lo que me permite buscarme la vida por las tardes. Me he dado de alta como autónomo y llevo también algunas fincas de regadío».
Su perfil multidisciplinar ejemplifica una tendencia en auge en el sector: la diversificación. «La empleabilidad es altísima. Faltan ingenieros agrónomos. Antes bastaba con un perfil más comercial, pero ahora se demandan profesionales muy técnicos, con conocimientos de digitalización, sostenibilidad y normativa.
A pesar del buen momento para quienes tienen su formación, Rubén describe la situación general del sector agrario como «una de las más complicadas que se recuerdan». Los motivos, dice, son múltiples: desde la volatilidad de los precios de los insumos hasta el desfase entre el coste de producción y el valor de los productos agrícolas. «Los precios de los fertilizantes y otros insumos subieron con la pandemia y la guerra de Ucrania y no han vuelto a bajar. En cambio, el precio de lo que vendemos sí ha bajado. Esa diferencia es insostenible», lamenta. A ello se suma una creciente carga burocrática. «Cada año hay más exigencias. Tienes que justificar por qué aplicas un producto, qué abono usas y en qué cantidad. Para cumplir con la PAC, haces malabares para que la explotación sea rentable y a la vez no perder las ayudas. Y eso muchas veces no compensa».
Celada insiste en que ahí entra la figura del ingeniero agrónomo: «El agricultor necesita que alguien le asesore para poder cumplir con todo eso. Y ese alguien somos nosotros». Sin embargo, hay explotaciones, especialmente familiares, que se están quedando atrás. «La digitalización va muy rápido y muchos no tienen capacidad para seguir el ritmo. Tienen que delegar en empresas de servicios, lo que a veces merma su rentabilidad».
«Ahora se habla mucho de inteligencia artificial, pero en el campo también estamos viviendo nuestra propia revolución tecnológica», cuenta. «Desde aplicaciones para medir la humedad del suelo hasta tractores guiados por GPS, todo ha cambiado en pocos años. Lo que antes hacías a ojo, ahora lo haces con datos. No es que el trabajo pese menos, pero se hace de otra manera. Y eso también ayuda a que gente joven se anime, porque demuestra que la agricultura no es cosa del pasado, sino una profesión con futuro». Sobre el relevo generacional es claro: «No creo que las políticas actuales lo estén promoviendo. Ayudan a quienes dan el paso, pero no incentivan a que más gente se anime. Falta atractivo, y no solo por el trabajo: es por la vida en los pueblos». De hecho, considera que el éxodo rural no se debe tanto a la falta de trabajo como a la ausencia de servicios. «No es que la agricultura desaparezca, es que necesita menos manos. Pero, además, vivir en un pueblo pequeño implica no tener médico, tener el colegio a 20 kilómetros… y eso echa a mucha gente para atrás».
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Óscar Beltrán de Otálora, Gonzalo de las Heras e Isabel Toledo
José María Díaz | Palencia y Francisco González
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