Del aula militar en Ghana a los cartones en Segovia
Amadou Sadou emigró tras el asesinato de su hermano y su cuñada y explica cómo un grupo de granjeros que huía de la guerra ha terminado en la ciudad
Adamou Sadou es un hombre letrado, un ghanés que enseñaba idiomas en las escuelas militares obligado a empezar de cero a los 56 años. Cuando se encontró a su hermano y su cuñada asesinados en su granja, hace apenas tres meses, no le quedó otra que hacer las maletas. Su bagaje, el motivo de su persecución, le ha convertido en portavoz de una decena de migrantes que esperan de los Jardinillos de San Roque su entrevista en la comisaría para solicitar asilo; la mayoría vienen de Malí, un país en guerra civil entre un gobierno fallido y los rebeldes del Tuareg desde hace casi dos décadas. «Hemos venido a España porque es un país amigable y empático».
Adamou defiende el tono homogéneo de un grupo que se ha ido formado según llegaban por su cuenta a Segovia. «La mayoría somos granjeros, lo hemos vendido todo para venir aquí». Sus modestas tierras o su ganado. En su caso, viajó en avión a París; otros gastaron unos 7.000 euros para jugarse la vida en alta mar, rezando porque sus embarcaciones precarias llegaran a tierra firme. Su mujer y sus dos hijos esperan noticias en casa. En aquel momento bastaba con salir del país, pero el objetivo era llegar a España, por eso cogió un autobús de 18 horas hasta Madrid tras pasar cinco días en Francia, donde aterrizó el 7 de agosto. «Madrid es enorme, no tengo dinero para moverme en el metro, es una ciudad muy complicada». Así que empezaron a buscar alternativas. «¿Dónde hay una ciudad pequeña y pacífica donde no tengamos que coger el metro para todo?» Él llegó a Segovia el día 22, fue a la sede de Accem a pedir ayuda y le dijeron que fuera a la comisaría a dar sus datos y esperar cita para la entrevista. «Fueron muy amables», agradece. Al salir vio a una de las remesas de refugiados y se quedó con ellos.
Allí, en la pila de maletas, tiene sus dos bolsas de la compra con los enseres justos. Ya se ha puesto el sol cuando José Montero llega con sus dos hijos porque uno de ellos, Juan, de nueve años, quería llevarles comida. Es su cena: unos bocatas de queso, una gran sandía y galletas. «Como son de Mali hemos pensado que habría mucho musulmán, así que no hemos comprado nada de embutido. Da igual dónde estemos, todos somos personas y tenemos el derecho a que nos traten con dignidad». Minutos antes, una anciana les había dado una bolsa llena de pan de molde.
«Algunos llevan aquí más de dos semanas», subraya Amadou. Una vida esperando. Él saca del bolsillo su último efectivo: dos monedas de dos céntimos y una de uno. Conserva el móvil con una tarjeta española que carga en el chiringuito de los jardinillos cuando van a tomarse un café. «Solidaridad entre nosotros, es la vida africana. Lo que tenemos, lo compartimos». Utilizan los baños de la estación de autobuses para cubrir sus necesidades, pero mataría por una ducha, un lujo que lleva 15 días sin disfrutar. Duermen en cartones y relativizan el verano español. Por eso él no se quita la sudadera mientras hay gente paseando en manga corta. «Este tiempo es frío para nosotros, el invierno está a la vuelta de la esquina». Con todo, no pierde la sonrisa. «Toda aventura esta llena de riesgos, por eso se llama así. Sabes de dónde vienes, pero no dónde vas a acabar».
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