Joseba Aramayo y los intangibles de un club
Llegó a Valladolid desde el Mirandés, allí compatibilizó ser portero y camarero en la vecina Vitoria, donde residía. Llegó para 'reñir' con Llacer en la portería. Cuando regresó al Pucela como masajista se convirtió en leyenda
José Anselmo Moreno
Jueves, 2 de octubre 2025, 12:00
Si hay alguien admirado, un mito que traspasa generaciones y un amigo de todos ese es Aramayo. 'El Pibe', como se le conoce, estuvo casi 40 años en el club (entre portero y masajista) y siempre fue un punto de cohesión, además de un testigo discreto de su historia. Al margen de masajista, jugó dos temporadas como guardameta del primer equipo pero lo de masajista caló más. Cuidaba a los futbolistas para que estuvieran en las mejores condiciones, aunque su papel entraba también en lo afectivo. Su camilla fue en ocasiones como el diván del psicólogo.
Empieza por contar su periplo en Miranda: «Llegué al Mirandés, en la temporada 70-71, procedente del Alavés. Era la Tercera de entonces (no había Segunda B) y jugué todos los partidos, hasta metí un gol de penalti en Copa. Estuve solo un año y se habló de que se interesó por mi el Real Madrid».
Tal cual, en televisión se habló de esas negociaciones al haberse lesionado dos porteros madridistas. «Hubo contactos, pero al final, nada. Eso sí, mi buen año en Miranda, siendo el portero menos goleado de la categoría, me sirvió para venir a Valladolid en 1971», cuenta un Aramayo que residía entonces en Vitoria, donde trabajaba de camarero y hacía todos los días 60 kilómetros para entrenarse en Miranda.
Como masajista fue un amigo, confidente y elemento vertebrador del vestuario. El que veía pasar generación tras generación. El elemento común en más de tres décadas donde solo dice que hubo dos vestuarios conflictivos. Su jubilación dejó un vacío pero al principio él seguía yendo los jueves a cortar el jamón. Un ritual con una carga emblemática. Aramayo formaba parte de los intangibles. Unos iban y otros venían pero ahí dentro, en el camarín que decía Cantatore, el Pucela era él. Charlar con Aramayo es uno de los placeres que depara el fútbol. Cuando me da los buenos días por whatsapp y pone algo que me hace reír, la jornada empieza bien.
Es tan sabio porque te escucha con una atención que conmueve. Cuántas cosas habrá escuchado y se habrá callado porque al club le convenía. Para un jugador que necesitaba cariño y no metía goles ahí estaba él o para contar un chiste o para hacer percusión con cualquier cosa que pudiera golpearse con ritmo. Era capaz de hacer música con unas tijeras y una caja de vendas. También cuenta que hubo un año duro en que no había vendas o tenía que llevar para los jugadores la pomada para rozaduras de su mujer.
Lo de la percusión empezó en el barco que le trajo a España. «Había un conjunto musical y allí comencé a tocar la batería, toqué con ellos para conseguir dinero mientras buscaba equipo en España». La vida nunca fue fácil para él. Nació en Ondarroa y de pequeño emigró a Argentina con sus padres, en plena postguerra. Regresó a España, a la aventura, y comenzó a ganarse la vida de camarero, con la música y el fútbol. Como portero, al Pucela llegó desde el Mirandés y ocho años después volvió de masajista. Ahí empieza su leyenda.
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Dice que nunca pensó que su vida fuera como fue. «Mis padres emigraron a Argentina en 1948, yo tenía cuatro años, me crié en el Centro Vasco de La Plata, donde residí veinte años, allí trabajé y también me dediqué a jugar de portero en Estudiantes, Deportivo La Plata, jugando con la selección de la Capital de la Provincia de Buenos Aires, y en el Atenas».
Regresó a España con 23 años porque alguien le dijo que le pagaban el viaje si hacía la mili. La hizo en Vitoria y fichó por el Alavés. Luego jugó en el Mirandés. Los técnicos vallisoletanos se fijaron en él para disputarle la titularidad a Llacer. La conversación con el presidente, Santiago Gallego, duró tres minutos.
Almería y Rayo fueron sus destinos posteriores. Fue masajista por casualidad. Estaba madurando la opción de volver a Argentina y en su último año en Almería algunos compañeros iban a darse masajes a Sevilla. Empezó a dárselos de forma autodidacta para evitarles desplazamientos. Más tarde hizo cursos de masaje deportivo en Madrid. Empezó en La Coruña, primero a prueba y allí se quedó dos temporadas. Ramón Martínez lo captó para Pucela el verano del 79.
Ya como masajista, aquí lo vivió todo: el ascenso de la 79-80, la Copa de la Liga de 1984, descensos y victorias memorables ante los grandes o permanencias el último partido. Siempre estuvo ahí, con un consejo, una mano amiga o una mueca de esas de quitar hierro a las cosas. Su homenaje en Zorrilla, justo en el círculo central, le conmovió. En aquellos días previos a un partido contra el Numancia estaban en España su hermana Beatriz y su hermano Iñaki, que vivían en Argentina, y compartieron la magia de aquel momento ante una afición que se rompió las manos aplaudiendo.
En 1971 trabajaba por las mañanas de camarero en Vitoria y entrenaba en Miranda por las tardes; perdió 3-1 en el Viejo Zorrilla y el Pucela decidió ficharle
Su figura trasciende al fútbol. Fue masajista del equipo de balonmano cuando tampoco había dinero. También ayudaba en la Casa Vasca en Valladolid. Allí se han vivido momentos que cerraron heridas y crisis de resultados. Dice que con los jugadores solo se enfadó una vez. Recuerda que en una ocasión compró un reloj «muy bonito» para la pared del vestuario y que alguien instó al mexicano Cuauhtémoc a romperlo de un balonazo. «Acertó a la primera y salió corriendo, pero le perdoné», relata El Pibe con un gesto serio a la vez que sujetando la carcajada. Algo muy suyo.
Igual que nadie le adiestró para tocar la batería y acabó tocando con profesionales, nadie le enseñó a «entrar» a la gente pero es un genio en eso. Hay jugadores que le idolatran por sus charlas en los hoteles. Les contaba calamidades que había pasado, llegando a España sin nada, trabajando de cualquier cosa y probando hasta en seis clubes, pero sus agentes pedían mucho y no fichaba. Les enseñaba a valorar lo que tenían. Impagables lecciones de vida.