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Simpatía por Isidro y su 'ex libris'
Óxidos y Vallisoletanías

Simpatía por Isidro y su 'ex libris'

«Me he llevado muchísimos libros de ese señor, tantos que ya no es un desconocido sino, de algún modo, un amigo»

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 25 de abril 2025, 06:55

Se llamaba Isidro y leía mucho. Todo lo que sé de él lo sé por su 'ex libris', esa inscripción con su nombre y apellidos que mucha gente escribía en la primera página de sus libros, para marcarlos. Era una tradición bonita. Antes, todo el mundo firmaba sus libros y añadía la fecha y el lugar en los que comenzaban a leerlos, pero algunos directamente lo hacían con una especie de sello artesanal, lo que da una idea del valor que el objeto tenía para el dueño y del respeto con el que se afrontaba la lectura, casi ritual. El momento de comenzar un libro es litúrgico, como si estuviera conociendo a una persona por primera vez. Sabes que te va a acompañar un par de semanas, que vais a viajar juntos, a dormir cerca y, por eso, a veces surgen hasta nervios, como cuando de niños forrábamos los libros del nuevo curso entre las lluvias tibias de San Mateo. Es normal encontrar un 'ex libris' en los libros de nuestros padres y abuelos. Pero, en ocasiones, la mera firma no era suficiente y, si el lector era bibliófilo, a su nombre y apellidos añadía un símbolo, como una especie de logotipo personal. En el de Isidro hay un toro bravo y majestuoso que mira hacia la izquierda. Quizá hacia el oeste. Así que no sé nada de él excepto sus apellidos y que le gustaban los toros, porque no he encontrado nada en Google. En cualquier otra época yo habría escrito a continuación esos apellidos, puesto que lo que voy a hacer es un homenaje envuelto de literatura. Pero hoy no me atrevo. Porque no tengo ni idea de quién era y no sé si sus hijos podrían plantarme una demanda por hablar de un finado, aunque sea bien; o por inventarme una historia, aunque sea hermosa; o si, quizá, la agencia de protección de datos me pueda meter un puro por divulgar datos de carácter personal de un tercero o, en un ejercicio de virtuosismo administrativo, si la agencia tributaria podría aprovechar para saldar alguna cuenta pendiente que mi ingenua cabeza de contribuyente no alcanza a barruntar.

Así que le llamaremos Isidro. No solo era un gran lector sino además un lector con gusto. Lo sé porque su biblioteca está actualmente guardada en cajas de cartón en una librería de viejo cuyo nombre no recuerdo y que, desde luego, no voy a intentar averiguar porque me encuentro en Roma, frente al castillo de Sant'Angelo, a apenas un par de horas de cola de despedir al Papa Francisco. Digamos que en la calle Ruiz Hernández, frente a la sala Borja. Así que de jesuitas a jesuitas. Es una tienda de libros de segunda mano con una cuidada mezcla de caos, amontonamiento y 'tsundoku', que es una palabra japonesa para describir la afición a adquirir libros que no tienes intención de leer. Los japoneses tienen un nombre para cada chorrada. En cualquier caso, tengo la sensación de que el marketing de una librería de libros usados se basa en dar la sensación de que las existencias son inagotables, que detrás de esos libros hay más y después todavía más; que en alguno de esos montones de títulos sobre cajas cerradas delante de estanterías repletas puede esperar lo que estás buscando. Como el catálogo de Netflix, se trata de que el usuario tenga la sensación de que jamás podría verlo todo. En una librería de viejo pasa lo mismo, ha de existir una sensación de estar entrando en el desván polvoriento y secreto de unos duendes que han acaparado miles de títulos para ti. Y en esa tienda encontré hace unos meses un libro de Delibes que no conocía. Me lo llevé y descubrí por primera vez el 'ex libris' de Isidro. El día siguiente volví a entrar y encontré muchos libros más de Delibes, muchos de ellos extraños o recopilaciones complicadas de encontrar. Todos en perfecto estado y todos con el 'ex libris' de Isidro. Al sexto libro hablé con la dependienta, que me dijo que le habían traído no sé cuántas cajas, todas repletas de joyas. «Sus hijos», supuse. «Isidro ha fallecido y nadie ha querido sus libros». Le pedí a la dependienta que me abriera todas las cajas, pero no quiso, porque «sus libros vuelan. Hay que sacarlos poco a poco». Me dio cierta pena porque una biblioteca resume a una persona. Solo somos lo que hemos leído. Nuestras estanterías son testigos de nuestra vida, de nuestras inquietudes, de nuestro ansia por entender y de nuestro esfuerzo por una sofisticación que nos aleje de la inquina mediocre que vemos a cada paso. Por eso una biblioteca no solo muestra la trayectoria de una persona, como los anillos en el tronco de una encina. También es un 'spoiler' de su futuro, ese que truncó la muerte. Porque una biblioteca está llena de proyectos vitales que ya nunca se van a llevar a cabo. Deshacerse de una biblioteca es deshacerse de todo. Pienso que la labor de un hijo no es donarla, sino conservarla, depurarla y hacerla crecer para que llegue a la siguiente generación en el mejor estado. Pero entiendo que no siempre es posible, las casas son pequeñas, las carencias de espacio grandes y las nueras suelen tener planes para ese rinconcito muy diferentes a almacenar la colección de libros de su suegro. Pero así, supongo, es como la librería de Isidro ha terminado en Ruiz Hernández.

Más allá de la pena, la admiración. Isidro fue un gran lector. Me he llevado toda su colección de Delibes, más de una docena de Umbral que no tenía –y mira que tengo–, Leguineche, Marías, Martín Descalzo, Alonso de los Ríos, Jiménez Lozano, Martín Abril, Cossío, Emilio Salcedo, Pérez Pellón y, en definitiva, todo lo imaginable de aquellos hombres que hicieron grande a 'El Norte de Castilla' y a Valladolid en el siglo XX. Pero también Rilke, libros de teología, de Mingote, no sé. Me he llevado muchísimos libros de ese señor, tantos que ya no es un desconocido sino, de algún modo, un amigo, un donante que en vez de sangre me ha dejado su biblioteca, su vida interior. No sé nada más de él, pero no me hace falta. Lo que sé me basta. Así que mañana, en Roma, cuando en el funeral de Francisco nos acordemos de los que ya no están, yo me acordaré también de Isidro. No descarto que el misal de la monjita de al lado tenga un toro en la primera página. En cualquier caso, lo haré porque le aprecio, porque así lo siento y porque ahora soy yo quien ha de seguir haciendo crecer la biblioteca que entre los dos hemos construido. Descanse en paz, Isidro.

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