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Óxidos y Vallisoletanías
Las ratasVivo en un barrio que homenajea al Medellín de los ochenta. A apenas un minuto de mi casa, en la esquina de la calle Acibelas con Juan Agapito y Revilla tenemos dos solares, dos edificios abandonados de los que solo se mantiene erguida la fachada. Supongo que es así para mantener a buen recaudo la vegetación, que crece al aire libre y que reclama el lugar que cree que le corresponde, como quien tiene un sofá o da un golpe de estado. Es un lugar perfecto para yonquis, para gente que quiere esconderse o para aficionados a los huertos urbanos, siempre que entendamos por huerto un metro y medio de hierba y de maleza mezclada con basura, suciedad y ratas. Una de esas ratas se metió en mi cocina hace cuatro años. Era gris y grande como un gato y se quedó detrás del frigorífico. Yo cerré la puerta para que, al menos, no pudiera salir y allí se quedó durante una semana que prefiero no recordar porque me dan ganas de vomitar. La rata se comió los cables de la lavadora, creando un charco de agua y heces y un olor nauseabundo que no se me ha ido del todo de la cabeza. Desde entonces, cada vez que paso por algún lugar en el que hay una rata, la percibo como si fuera un superpoder. Aunque, si hubiera podido elegir superpoder habría preferido la visión nocturna. Tuve que llamar a una empresa de desratización para que viniera a ayudarme y un día llegó una especie de cazafantasmas que dejó trampas y veneno. Pero no logró acabar con ella, la rata es un animal muy inteligente, capaz de comerse su propia pata para liberarse de la trampa y seguir viva con un muñón. El veneno tampoco pareció llamarle la atención, ella solo quería cables, roer madera y destruirme psicológicamente. Por la noche, la oía desde la cama. Correteaba por la cocina, mordía cosas, buscaba comida. Yo no podía dormir notando la presencia de ese ser repugnante y, cuando por la mañana entraba para ver si había huido por la ventana, todo me daba tanto asco que tenía que irme. Sin entrar en detalles, un día la rata se fue. Desinfecté todo, pero pasó tiempo hasta que pude desinfectar mi cerebro. Cambié de electrodomésticos y a punto estuve de cambiar de casa. Hoy es solo un recuerdo, pero cada vez que paso por esas dos casas de mi barrio, no puedo evitar acordarme de que puede volver a pasar.
Es curioso vivir en un barrio con esas escenas de subdesarrollo en el mismo centro de la ciudad. En una ciudad normal, esos solares estarían expropiados y hace tiempo que se estaría construyendo algo digno. Pero en nuestra ciudad da igual. Y no es el único caso, también a un minuto de mi casa, pero en la otra dirección, llegamos a la plaza del Caño Argales, donde tenemos otra casa de los horrores desde hace años. Para que la fachada no se caiga encima de una viejecita han puesto varios soportes contra la acera, lo que obliga a que los niños y los carritos invadan la carretera para poder pasar. Allí también hay ratas junto a las tejas rotas, las chimeneas desprendidas, los balcones tapados con puertas, una malla y vallas para que nadie pase. Hay riesgos de desprendimientos, nidos de palomas creando una inmensa capa de excrementos y perros que orinan en la fachada. Pero eso no es todo. A un minuto de ahí, en Dos de Mayo tenemos otro edificio abandonado, otro solar al aire libre desde hace años. La desidia se ha cargado esa calle, en otro momento señorial y hoy convertida en una especie de vía de alta velocidad sobre el trazado de la Esgueva, y que va desde la casa de los horrores a Hacienda, que es otra casa de los horrores, pero en camino de resignificarse. No solo se han cargado Dos de Mayo y Caño Argales: también Acibelas y, por supuesto, esa zona de Panaderos. Así que podemos decir que vivo en un barrio marginal y abandonado del que nadie se acuerda porque nadie se queja, pese a estar a cinco minutos de la Plaza de España y a otros cinco de la estación. En este barrio hay vegetación libre en los solares abandonados, soportes que comen las calles, palomas, ratas, ancianos y niños que observan todo eso cuando salen del Cardenal Mendoza. Llegará un día en el que la gente se vaya de este barrio, que las casas se vayan abandonando, bajen de precio, lleguen otro tipo de inquilinos, se formen guetos y logremos, por fin, tener un problema por culpa de la dejación de todos. Nos llevaremos, entonces, las manos a la cabeza preguntando qué ha pasado para que San Andrés-Caño Argales pase de ser un pequeño Malasaña a un nuevo Villaverde.
Pero tiene sentido: si no somos capaces de evitar el gueto de las Delicias, el gueto vendrá a nosotros. Así que lo anterior se ve agravado por esa vía-cicatriz, también con ratas muertas, las veo algunas mañanas en el foso que da a Recondo. A nadie se le escapa que, si Valladolid estuviera en Cataluña, ya habría varios estudios recomendando el soterramiento, garantizando su viabilidad y comprometiendo la inversión necesaria. Y los mismos que hoy critican la medida con pericia de ingeniero, la defenderían con orgullo de clase. Pero estamos donde estamos y si San Andrés no importa, Delicias menos. A nadie se le escapa que si en Valladolid no hay soterramiento –y no lo habrá– es exclusivamente porque el PSOE es el único partido de España que, en lugar de a favor, trabaja en contra de los intereses de su ciudad. Ahora, para impedir ese soterramiento, nos imponen una estación licitada precipitadamente, sin diálogo, sin contar con los vecinos ni sus representantes –es decir, el ayuntamiento–, sin coordinar dotaciones, prestaciones ni espacios liberados, sin pensar en lo que necesita el barrio en el que se ubica esa estación y sin sentarse con nadie para valorar oportunidades, colaborando y sacando el mayor rendimiento a una intervención. Esto no se atreverían a hacerlo en ninguna otra ciudad de España, claro, imagínense que llegan así a Vigo, o a Málaga, o a Vitoria y dicen a los vecinos que se aguanten, que esto es lo que hay y que a callar todos. No quiero ni pensarlo. Pero esto es Valladolid y el debate parece resumirse a 'estación sí-estación no' en lugar de a 'pensar sí-pensar no'. Algunos ingenuos creen que los famosos 250 millones de inversión se van a quedar en la ciudad y que esos millones de personas que van a pasar en tren van a dedicarse a tirarnos billetes por las ventanillas cuando, en realidad, lo único que van a hacer es mirar por la ventana y encontrarse, a un lado, la magia sobrecogedora de Las Delicias y, al otro, la inmensa belleza de un San Andrés-Caño Argales decadente que no ya mira al tren como una oportunidad sino como un olvido. Todo en orden.
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