Perdón, vecinos inmigrantes
«No les hacemos ningún favor; más bien al contrario, son ellos los que vienen a cubrir los puestos de trabajo que hacen falta»
Vengo a pedir perdón a nuestros vecinos extranjeros. No lo pido en nombre de mi país ni de mi ciudad; tampoco de mi religión, de mi sexo o de mi raza. Yo hablo solo en mi nombre y, a veces, ni siquiera. Pero la vergüenza que siento por lo que veo es grande y ha llegado el momento de escribirlo. Aunque solo sea de cara a la hemeroteca; es posible que algún Berzal del futuro se asome a El Norte de estos días para intentar buscar datos con los que interpretar la ola racista y xenófoba que se apoderó de España en el año 2025.
Y lamento decirles que no hay mucho que explicar. En Valladolid hay hoy unos 25.000 inmigrantes, de los cuales 21.000 inmigrantes están trabajando. Gracias a ellos la ciudad ha superado de nuevo los 300.000 habitantes. El crecimiento de la ciudad, por lo tanto, está estrechamente ligado a la inmigración. Esos 21.000 trabajadores lo hacen, sobre todo, en cocinas, en bares y restaurantes; en servicio doméstico y en el cuidado de mayores; son reponedores, limpiadores y conserjes; hacen labores de mantenimiento, son transportistas, 'riders', mozos de almacén y preparan pedidos; sin olvidar las peluquerías, los colmados, el personal de comedor, los centros de llamadas, y, en la provincia, las labores del campo o de la ganadería. En cuanto a los que están buscando trabajo son, sobre todo mujeres sin formación. No son delincuentes, como tampoco lo son los 20.000 españolazos que se encuentran en idéntica situación.
En cualquier caso, podemos asegurar que sin ellos nos iríamos al carajo. No les estamos haciendo ningún favor; más bien al contrario, son ellos los que vienen a cubrir los puestos de trabajo que hacen falta y a paliar las necesidades de nuestro mercado laboral, o sea, los trabajos que los españoles no quieren porque están muy liados jugando a la consola y viendo la velada de Ibai Llanos. Eso sin contar los 2.000 autónomos y empresarios extranjeros que vienen a Valladolid generar riqueza, a servir a la sociedad y a crear puestos de trabajo. Hoy por hoy la ciudad sencillamente se paralizaría sin inmigrantes. Podemos hablar de si el modelo económico de España es o no es el mejor. Pero mientras siga siendo este, el debate está zanjado: necesitamos inmigrantes y aún más en la España vacía, donde el problema no es la sobrepoblación sino la despoblación. Cuando dejemos de ser una sociedad orientada a los servicios y al turismo –la hostelería– y nos convirtamos todos en ingenieros industriales, programadores de IA y consultores financieros, es posible que cambiemos de tipo de inmigración y que los que nos vayamos seamos nosotros, pero a China, a ponerles cañas. Porque a los de la consola tampoco los veo en Palo Alto, precisamente. Pero de momento esto lo que hay. Y no va a cambiar.
Hasta aquí la lógica, la racionalidad y la frialdad de los hechos. A partir de aquí entramos en el terreno de lo afectivo, de los miedos infundados y de la superstición. La política se ha vuelto algo irracional y la calle ya no basa sus posturas en la observación y en la experiencia personal sino en la basura de las redes sociales, los bulos de whatsapp y otros sentimentalismos neorrománticos. Sencillamente es mentira que en Valladolid haya un problema con la inmigración. Hay problemas puntuales, en lugares puntuales, derivados de inmigrantes concretos y en situaciones concretas, habitualmente relacionados con la pobreza, la enfermedad mental y la drogadicción, que son las puertas de entrada a la delincuencia para todos los seres humanos. Habrá que poner remedio. Pero decir que la inmigración es un problema solo porque una mínima parte de inmigrantes delinquen o no aportan es como decir que el sexo es un problema porque hay violaciones o que el vino es un problema porque hay alcohólicos. No existe la responsabilidad colectiva y del mismo modo que yo no soy responsable de lo que hacen los delincuentes españoles o los vagos esos de la consola, no se puede culpar a los marroquíes de lo que hacen unos delincuentes de Tánger o a los peruanos por lo que hagan cuatro jetas nacidos en Cuzco.
Todos tenemos extranjeros en nuestro entorno. Nadie que no sea un extraterrestre puede vivir sin relacionarse con inmigrantes. Y aunque no quiero caer en el vicio opuesto, es decir, en la romantización de un colectivo que no es ni peor ni mejor que nosotros, he de decir que, por lo general, los inmigrantes son educados, simpáticos y agradables. Desde luego, bastante más que los vallisoletanos. Y cuando los miro se me cae la cara de vergüenza. No sé lo que tiene que ser haberte visto obligado a abandonar tu país, irse a una ciudad remota, fría y dura como esta para matarte a trabajar y, como consecuencia, asistir diariamente al desprecio y la criminalización por parte de algunos. Y es curioso porque en la calle no parece haber racismo. No existen problemas graves de convivencia y la gente es más normal de lo que queremos dar a entender. Pero, por algún motivo, cuando se pasa de la realidad a la fantasía –es decir, de la calle al iPhone– todo eso se cae y los mismos que hacían bromas a la camarera marroquí claman por la expulsión de los moros en defensa de no qué identidad mitológica.
Así que pido perdón por el espectáculo paleto que estamos dando. Y les doy las gracias a los inmigrantes por su trabajo, su contribución y por el talante calmado con el que afrontan el desprecio. No todos reaccionaríamos así en su lugar y, desde luego, si yo fuera inmigrante en un país que me criminaliza, no por lo que hago –mis actos– sino por lo que soy –mi cultura, mi país y mi fe–, seguramente estaría incubando a la vez un resentimiento, una huelga general y una lucha activa por mis derechos, mi dignidad y la de mis hijos.
Soy consciente de que las tendencias son imparables: la necesidad de emigrar no va a parar, porque sus causas –tiranías, guerras, pobreza– tampoco van a hacerlo. Es necesario ordenar esto y llevar el debate a lo racional: lo económico, lo legal, la frialdad de la gestión. Por eso los discursos populistas, identitarios e irresponsables de absolutamente todas las fuerzas políticas no le hacen ningún favor a la sociedad. Ya que estamos, hay que dar las gracias a Cáritas y al resto de oenegés que atienden a los inmigrantes que lo necesitan, sin preguntar si son legales o ilegales. Porque, en cualquier caso, son personas, y la caridad no entiende de trámites administrativos.
El ambiente con este tema es desolador. No va mejorar, pero ante la deriva generalizada, no cabe sino mostrar algo de cordura en lo que llegan a El Norte algunos columnistas inmigrantes y los camareros colombianos inician una huelga de clarete. La huelga de los claretes rotos. Me temo que eso nos haría entender muchas cosas.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión