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IVÁN SAN MARTÍN
Personajes de Valladolid: Paty Varela o la banda sonora de una generación

Paty Varela o la banda sonora de una generación

Vallisoletanías ·

Yo no pido que Paty vuelva a pinchar porque él ya no quiere y yo le tengo demasiado aprecio como para utilizarle para mi felicidad más chusquera

José F. Peláez

Valladolid

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Sábado, 2 de julio 2022, 00:03

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Paty pinchaba discos. No era DJ, como los chavales de ahora, que no digo yo que no tengan mérito, pero que me parecen un poco flipadetes, también. Y un poco pretenciosos. Él era un pinchadiscos, nada más y nada menos. El tío ponía un temazo, luego otro y luego otro, así hora tras hora, turno tras turno y año tras año, siempre hilando fino, siempre uniendo pop, rock y Dios sabe qué más estilos sin que te enteraras. Porque Paty tenía esa habilidad, si lo ponía él, todo molaba, todo pegaba y todo tenía sentido. No sé si echaría algo a la bebida, o quizá a las ondas, porque, aunque eso pueda parecer algo sencillo, no lo es. En realidad, Paty no se limitaba a poner música, eso es casi lo de menos, Paty vendía un concepto, atraía un estilo y lo llenaba todo de un ambiente muy concreto que con él se ha ido para siempre. Y ahora estamos huérfanos, nada nos llena y vagamos como si Hamelin se hubiera quedado sin flautista sin el preaviso de quince días. Aunque algunos hubiéramos necesitado quince años.

Paty ha colgado los guantes, o quizá los cascos, no sé qué es lo que cuelgan los 'pinchas' cuando se retiran. Quizá las baquetas, porque Paty lleva unos treinta años tocando una inmensa batería imaginaria que, aún así, soy capaz de ver perfectamente: sé dónde tiene la caja, los timbales, el bombo, el 'charles' e incluso ese 'crash' gigantesco del que tiende a abusar cuando se entusiasma. Yo le acompaño con mi 'air guitar' y el resto cantan en un karaoke sentimental. Y que sea lo que Dios quiera.

Porque funcionaba así: tú podías estar donde fuera, en tu casa viendo al Madrid, en no sé qué garito tomando una cerveza o incluso en la otra punta de Valladolid jurándole a una chica que, en realidad, lo que siempre te había encantado a ti era bailar merengue y beber esos mojitos dulces hasta el coma diabético. Daba igual: llegaba un momento de la noche en el que Paty te llamaba sin llamarte, como llama la sangre o llama la vocación, sin hacer demasiado ruido, con uno de esos cuernos de Góndor con los que convocan a los perros en frecuencias inaudibles para el común de los humanos. Y para allá que ibas, hacia lo salvaje, a la llamada de la jungla y de tu generación. Y ahí empezaba y acababa todo, generalmente de modo literal, entrabas en un círculo mágico y autorreferencial de muchas copas, muchas canciones y muchos abrazos, como un parque de atracciones para adultos. Sabías que donde estuviera Paty te ibas a encontrar con la gente que querías ver, un tipo de gente que no sabría definir muy bien. Gente pija, para abreviar, sí, no diré que no, pero un pijerío diferente, canalla, un pijerío festivo y relajado. Un pijerío en pausa, un homenaje a Ernesto de Hannover. Y qué señoras, caballero. Lo mejor de Valladolid. Yo me he enamorado muchas veces en los bares de Paty. Puede parecer una 'boutade', entre otras cosas porque es una 'boutade', pero esconde algo de cierto. Paty hacía magia, convocaba a una longitud de onda específica. Paty, como diría Valdano, era un estado de ánimo. Y lo sigue siendo, porque, aunque ya no pinche, sigue siendo el dueño de un pico de euforia que todos sentimos, pero ya sin objeto, sin canalización, sin estación de destino y sin consuelo.

Ahora cenas algo por ahí, tomas un chisme y sientes que te falta algo, que no hay plan concreto, que la ruta no está escrita y que va a terminar en cualquier lugar mediocre lleno de gente mediocre. Y la noche se vulgariza a ritmo de reggeaton, copas del tamaño de peceras y camarero de patillas ultrafinas. Uno de esos mediocres soy yo, claro. Todos lo somos, porque, en realidad, somos los mismos. Pero cuando nos juntaba Paty la vulgaridad se iba y, de algún modo, a la vida se le ponía ese 'grano' de las películas muy sensibles a la luz, ese 'grano' nostálgico del cine negro, de las noches largas, de las sonrisas que acaban en puntos suspensivos.

Yo no pido que Paty vuelva a pinchar porque él ya no quiere y yo le tengo demasiado aprecio como para utilizarle para mi felicidad más chusquera. Pero la verdad es que le acabo de dejar en casa tras comernos unas bravas y tengo claro que, lo que busco en realidad, es entrar a Molly Malone en 2004, a Caruso en 2012 o al Pop en 2008. O al Versus en 2006, o a Livingston en 2003, o a Black Rose en 2002. O en el bar de La Playa en ese verano de 2002. O antes aun en Juanita, en 2001. O en Bagur, inaugurando el milenio. Y antes Campus en el 99 o Intermedio en el 98. O La Bamba en el 96, o incluso La Rosaleda en el 92. O uno de esos cameos más recientes en Farolito, en Bowie, en el Desierto Rojo o en Sala de Estar. Se me olvidarán muchos lugares y, como se pueden imaginar, no pienso llamarle para que me lo recuerde porque no soy Wikipedia, porque si le digo que voy a escribir esto me cuelga y porque no quiero tirar de 'Blue Label', que tengo mucho que escribir y poco tiempo para hacerlo.

Yo he visto Caruso bocabajo una noche de 2017 en la que creo que Paty venía de ver a Taburete. Aquello fue una especie de conjunción astral rarísima, como un 'escape room' inverso, una fábula de la que nadie quería escapar. Y una nochebuena en la que la gente no se iba a casa y ya Paty estaba hasta preocupado. E incluso una noche de ferias, en un escenario frente al Farolito cuando el público enfervorizado subió unas sombrillas gigantes para que el maestro no se mojara y pudiera proteger el equipo. Y ellos ahí, bailando bajo la lluvia, como bajo un hechizo. Y ellas como 'banshees'. Y todo era fantástico, una intensidad emocional que genera adicción y que ya se ha ido. Gracias a Dios, si pensamos en nuestras carteras. Y en nuestros hígados. Por desgracia, si pensamos en nuestros corazones y en lo felices que hemos sido cantando como si el mundo se fuera a terminar en apenas diez minutos.

Decía William Ross Wallace que «la mano que mece la cuna es la mano que domina el mundo». No le falta razón, pero Paty Varela ha sido la mano que ha mecido a varias generaciones, desde los 90 hasta los 20. No se si domina o no el mundo, pero la cabina tiene algo de cuna y tengo claro que lo que dominó fue nuestro estado de ánimo. Y hoy, viendo a Leiva, muchos apenas veremos en escenario la música de Paty en 3D. Si lo ven por allí, brinden con él. Y si me ven a mi, avísenme, que a lo mejor entre los dos le convencemos.

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