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Paseo entre la niebla en Las Contiendas. Rodrigo Jiménez
Memorias del frío negro

Memorias del frío negro

La niebla no nos permite ver ni sentir con nitidez. Pero tampoco nos deja oír, este frío lo llena todo de exclusión

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 3 de enero 2025, 07:58

Yo sé exactamente en qué momento y en qué lugar me puse enfermo. Lo sentí como un latigazo. Paseaba por la calle Teresa Gil, de vuelta a casa. Cuando sonó el móvil estaba pasando por la puerta lateral del García Quintana y eran las nueve de la noche en todos los relojes. Lo sé porque en ese momento doblaban las campanas, aunque si me preguntan de qué iglesia, no sabría decirles. Es posible que doblaran por mí. Cuando miré el teléfono vi la luz de Justo Muñoz como quien ve la luz al final del túnel y, poseído por todo el espíritu de la Navidad a la vez, decidí que era pronto para retirarme. Ese fue mi primer error. Enfilé la calle Enrique IV y la Plaza del Salvador hacia el Pasaje Gutiérrez, que a determinadas horas es una mezcla entre la Gran Vía en día de estreno y el vestíbulo del Wellington en la noche de fracaso de un torero. Allí, en el Wellington, vivió Curro Romero con un mono titi al que bañaba todos los días y que, según el propio maestro, «tenía mucho arte». El mono se llamaba Jaime, era muy friolero y no pudo aguantar tantas bañeras. Dice García Reyes que, de algún modo, se podría decir que Jaime murió de limpio.

En cualquier caso, tras ver el móvil, me fui a abrazar a unos hermanos de la Luz que andaban reclamándome para felicitarnos la Navidad, el año y la cercanía de la Cuaresma, que, según ellos, está al caer. A alguno le oí decir que ya olía a incienso. Yo creo que, si por ellos fuera, serían capaces de coger al niño del pesebre, arrebatárselo de los brazos de su madre y llevarlo directamente al Gólgota. Por eso de ir abreviando, vaya. Horas antes yo había estado comiendo un lechazo en el Figón. De los mejores de mi vida, por cierto. Uno de los comensales dijo a la camarera no sé qué del Mannix y vimos cómo su cara se transformaba en directo y de sus ojos salía una onda de rivalidad expansiva que creo que nos vino bien. El resto se lo pueden imaginar: las endorfinas haciendo la conga en mi cerebro, los neurotransmisores de celebración y un corazón castellano de gala. A la salida y aún secándome las lágrimas de los ojos, estuve a punto de cantarle una saeta al asador, que, a esa hora, confitaba pimientos. El vino, la alegría, la amistad y un par de chismes en el Cul de Sac elevaron la anécdota a categoría. Y, como digo, de vuelta a casa, en Teresa Gil, sentí ese frío animal y desolador, esa niebla descorazonadora, las luces de Navidad difuminadas sobre un crepúsculo cruel y salvaje. Hay otros fríos, es verdad, fríos de chichinabo, de desierto, de herejía luterana. Y también hay fríos costeros, fríos montañosos y fríos en forma de temporal con nombre de mujer vieja. Pero este frío de Valladolid es otra cosa, lo sentí en los huesos como un presagio y pensé que ni toda la ropa del mundo podía aislarme de esa sensación de desdicha tan íntima y tan absoluta. De alguna manera, el frío me poseyó como si fuera la primera vez. Luego, en el Pigiama –se llama Piscolabis, pero uno tiene los suficientes años como para no llamar a las cosas por su nombre– entré en calor por fuera. Pero no por dentro. Aquel frío reversible no tenía nada de amable, de bucólico ni de romántico. Era un frío homicida y silencioso, un frío de niño enfermo que llegó a mi vida sin dar señales y que por no tener no tenía ni consuelo. Era un frío diferente, un frío que no avisaba, algo que nunca había sentido y que, al contrario que otras veces, nacía de dentro hacia afuera. Durante un momento me sentí perdido, miserable y cumpliendo una especie de designio divino, trascendental y ajeno. En Valladolid no hay refugios de madera para el alma, ni camareras amables que sirvan chocolate caliente ni luces horteras como las de Vigo. La diferencia entre nuestra ciudad y Vigo es que aquí la vulgaridad no se perdona y allí no se disimula. En cualquier caso, aquel frío no venía acompañado de chimeneas lentas, ni de perros con orejas largas como en los refugios de las montañas de los cuentos. No sirven para nada las mantas de Ezcaray, con colores pastel coherentes, simétricos y femeninos, las bufandas negras ni el borreguillo de los disfraces de pastor. El de Teresa Gil fue un frío negro que bajó de un cielo blanco, de un cielo resplandeciente al que no se podía ni mirar porque cegaba. Y sin más detalles, un par de horas después llegué a casa. Las décimas de fiebre se convirtieron en 39 grados. Y el delirio en columna.

Decía Umbral que en estos días el Pisuerga es un río Tártaro. Acertaba. Valladolid es hoy el lugar más bajo del universo, mucho más bajo que el Inframundo. La niebla no nos permite ver ni sentir con nitidez. Pero tampoco nos deja oír, este frío lo llena todo de exclusión, como esas cámaras de aislamiento que te enfrentan al sonido de tu propia sangre. Y pone la vida en pausa hasta después de Reyes. Miro por la ventana mi barrio de San Andrés y veo el humo de las calefacciones mezclándose con la niebla en un amarillo sulfuroso que rebota contra las paredes tristes. No hay nadie por la calle. Cuando cae la noche el suelo de la calle está mojado, como legando una capa de barniz líquido y aceitoso. Cuando lleva un rato sin pasar nadie, se congela y forma una capa de humedad extensa, pero sin profundidad, como el talento del columnista. Los campanarios están cada vez más altos, hay sitio para aparcar y alrededor del pino de la plaza hay perros que no ladran para no interferir en los delirios de los escritores enfermos y en la felicidad de los niños que sueñan.

Son semanas duras en una tierra dura. Los solitarios están aún más solos en este lugar y no sirven de nada las mantas ni las estufas. La belleza no comparece, la primavera es un mito que no llega, los pueblos se duermen entre el abandono y el olvido y los animales se repliegan, como no queriendo aceptar toda la verdad que se les viene encima. En la propia noche resplandece el cielo, como si fuera a nevar, y la mañana se abre avergonzada, pidiendo a la vez perdón y permiso. Se echa de menos la compañía y la alegría. A todo esto, lo solemos llamar hogar: un lugar difícil, duro y sin demasiada esperanza. No lo cambiaríamos por ningún otro.

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