¿Dónde está la Inmaculada?
A veces uno piensa que Valladolid vive de lo que ha perdido. De sus conventos arrasados, de sus fábricas cerradas...
Nadie la ha visto en casi dos siglos, pero muchos la llevamos en la memoria como si hubiéramos llegado a tocarla. Era una Inmaculada Concepción de manos juntas, mirada baja y manto azul. La talló Gregorio Fernández en 1617 para una cofradía nueva que, por entonces, se reunía en el convento de San Francisco. Era la primera de muchas, la madre de todas las Inmaculadas que Fernández esculpiría más tarde. Tanto el Ayuntamiento como la Universidad juraron ante ella en 1618 el dogma aún no proclamado y Valladolid la colocó en el altar mayor de su mayor convento. Allí estuvo casi dos siglos y medio hasta que se perdió tras la desamortización y la demolición consecuente. Como tantas cosas, se deshizo en el aire cuando los soldados, los burócratas y las piquetas rompieron conventos y memorias. Podemos decir que la tragó la historia, aunque, en realidad, no sabemos si se perdió, se vendió o si sigue durmiendo en alguna sala oscura esperando a que alguien la descubra. Huelga decir que es la joya de la corona, el santo grial de la escultura española y que su recuperación sería un hito cultural de primer nivel.
Nunca la hemos visto. Y, sin embargo, está. No está en la capilla de los Condes de Cabra, porque ya no existe. No está en el altar mayor del convento de San Francisco porque fue derribado. Y tampoco está en los inventarios del Museo Nacional de Escultura, ni en los salones del Arzobispado, ni en ninguna de las parroquias monumentales de la ciudad. No está, pero qué forma tan extraña de hacerse presente. Como en aquel poema de Miguel D'Ors: «Se fue, pero qué forma de quedarse». Porque todos sabemos cómo era, la actitud que tenía y la corona que portaba. Conocemos las ráfagas de plata que la rodeaban y la devoción que despertaba.
Cuando uno mira el Valladolid del siglo XVII, no encuentra mármoles ni gloria palaciega. Encuentra madera policromada y escaleras de sacristía. Encuentra al escultor gallego que, a golpe de gubia, logró bajar el cielo al suelo de Castilla. Gregorio Fernández era un hombre serio, un devoto del arte y del misterio y sabía que el cuerpo podía ser vehículo de la fe. Su Inmaculada, la de San Francisco, fue un encargo fundacional: la Cofradía de la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora la pidió para poder tener a quien mirar, a quien jurar obediencia, a quien pedir consuelo. Y él la esculpió con una dulzura que emociona a los estudiosos. Era una Virgen adolescente, firme en su humildad, coronada y serena, con una media luna a sus pies y un demonio encadenado. En realidad, esa imagen no era solo una escultura: era un manifiesto. Cuando en 1622 los frailes decidieron ponerla en el altar mayor y que desplazara a otra imagen más antigua, no fue por gusto estético sino por obediencia espiritual. La ciudad se reconocía en ese rostro.
Después llegaron las décadas, los siglos, los vaivenes. Y en algún momento, como tantas otras cosas, la Inmaculada desapareció. Sabemos que aún estaba allí en 1809, porque el inventario del convento la describe con detalle: túnica blanca, manto azul con adornos dorados, ráfaga de rayos sobredorados con piedras incrustadas. En 1835, los franciscanos fueron expulsados del convento, y dos años más tarde se empezó a demoler. Se sigue el rastro hasta 1855, pero ni un minuto más. Ni archivo, ni catálogo, ni señal. Y sin embargo, muchos pensamos que no se destruyó. Que alguien la recogió. Que está en alguna parte y que puede que la hayamos tenido delante. Porque hay imágenes que salen a subasta en Madrid, en Londres o en Viena, atribuidas con cautela a 'círculo de Gregorio Fernández', y que encajan tanto que hacen dudar. Uno mira la pantalla y piensa: ¿y si fuera esta? ¿Y si la hemos tenido delante y no hemos sabido reconocerla?
Puede que esté en alguna iglesia silenciosa de la diócesis, en lo alto de un retablo que ya nadie sube a limpiar. Puede que esté en un convento perdido, confundida con otra. Puede que esté en una colección particular, adorada en la intimidad de un salón que huele a cera y a madera antigua. Hay una en el Museo de Arte Sacro de Ampudia que hace dudar: tiene el porte, la factura, la dignidad y, sobre todo, está en un antiguo convento franciscano. ¿Podría ser aquella? ¿La rescató alguien y la llevó allí, lejos del ruido, a dormir sin nombre? El otro día fui a verla y a fantasear un rato. Porque uno busca esa Virgen no solo por saber dónde está el arte, sino por saber dónde estamos nosotros. Lo que desaparece sin explicación nos duele porque nos desubica. Si algún día alguien reconociera esa imagen y dijera: «es Ella», tendríamos un enorme motivo para celebrar.
Algunas piezas del convento han reaparecido. La sillería del coro está en San Gregorio, un cuadro de Mateo Cerezo en el Lázaro Galdiano, un Cristo de marfil atribuido al propio Fernández en el Museo Nacional de Escultura. Pero la gran Inmaculada sigue sin reaparecer. Nadie ha dado con su paradero en el archivo municipal, en los fondos del antiguo Museo Provincial, en catálogos de subastas ni en informes parroquiales. Y, sin embargo, su sombra sigue presidiendo la ciudad. Y no solo por lo que representó para Valladolid, sino por lo que supuso para la historia del arte. Porque aquella Inmaculada fue el punto de partida de un modelo. No estamos hablando solo de una Virgen desaparecida, sino de la pieza fundacional de un icono.
A veces uno piensa que Valladolid vive de lo que ha perdido. De sus conventos arrasados, de sus fábricas cerradas, de sus calles renombradas. Somos expertos en silencios. Por eso necesitamos recordar que aquí, en un convento que los franciscanos construyeron en el siglo XIII junto a la ermita de Santiago y al mercado de la villa, Gregorio Fernández pondría cuatro siglos después a María en pie sobre el dragón. Que toda la ciudad se inclinó y que todavía hay gente que la busca.
No estaría mal que alguien impulsara un proyecto de rastreo. Una búsqueda con método, con lupa, con pasión. Revisar parroquias, catálogos, colecciones. Volver a mirar donde ya se ha mirado. Porque puede que esté. Y porque, si no está, al menos sabremos que la hemos buscado con dignidad. Si usted entra en una iglesia y ve una Inmaculada que parece hablar más de la cuenta, fíjese bien. Mire las manos, los ojos, la nube. Y si un día la encuentra, guárdese el secreto unos minutos. Luego dígalo en voz alta, como si estuviera rezando: «La hemos encontrado. Está aquí». Y entonces sí, que suene el órgano. Si el convento no puede volver a la ciudad, que vuelva al menos su mejor inquilina.
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