Dos exposiciones memorables
La exposición de Las Edades del Hombre en la Catedral es memorable. Sin duda, la exposición del año. Y digo esto a sabiendas de que voy esta tarde a ver otra exposición, esta vez en el Museo del Prado, que lleva por nombre 'Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro'
Desde que el hombre es hombre, el arte existe porque existe quien lo paga. Aunque también es cierto que el arte estaba antes que el artista, desde el principio ya existía toda la energía –el Verbo– y, desde entonces, ni se ha creado ni se ha destruido nada: solo se ha transformado, la energía en arte y el Verbo en pronombre (Él). Así que podemos dejarlo en que si existe el artista, que transforma datos, experiencias y materiales en 'obra', es porque existe un mecenas que transforma el hombre en artista, la madera en dolorosas y el dinero en suspiros. En este sentido, el mayor mecenas de la historia del arte es la Iglesia: ahí tienen las catedrales, la capilla Sixtina, el Greco, Caravaggio, Miguel Ángel, Bernini o el mismo Mozart. Pero hoy toca detenerse en Gregorio Fernández y Martínez Montañés, dos genios inalcanzables y dos maestros del Barroco a los que la Fundación Edades del Hombre dedica una exposición en la Catedral de Valladolid. La exposición es memorable. Sin duda, la exposición del año. Y digo esto a sabiendas de que voy esta tarde a ver otra exposición, esta vez en el Museo del Prado, que lleva por nombre 'Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro' y donde, además de obras de dichos escultores, podemos ver también a Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Damián Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo o Luisa Roldán. Que no es poca cosa. La exposición de nuestra Catedral pretende confrontar las dos escuelas del Barroco: la andaluza y la castellana, es decir, la sevillana y la vallisoletana. Aunque quizá 'confrontar' no sea la palabra y resulte más adecuado hablar de encontrar, saludar o presentar. 'Fernández meets Montañés', que dirían ahora.
El Barroco está de moda, lo que puede parecer un oxímoron, pero, en realidad, es un pleonasmo. Porque es redundante. El Barroco pretende impactar, emocionar y persuadir. Su leitmotiv central es la tensión entre la realidad y la ilusión y eso es algo profundamente contemporáneo porque es profundamente humano. Es cierto que, en el contexto de su tiempo, marcado por las crisis sociales, religiosas y políticas, se resuelve de un modo y en nuestro tiempo, marcado por las mismas crisis sociales, religiosas y políticas, se resuelve de otro y con otra técnica. Pero el motivo profundo es el mismo. No cambia el hombre, sino la circunstancia. Y la teatralidad de las escenas barrocas, su artificio, sus efectos visuales, su obsesión por la fugacidad de la existencia o por su sentido último, así como la búsqueda del realismo extremo podrían ser la definición de una parte del arte contemporáneo.
A pocos minutos de la seo, en la calle Miguel Íscar, Luis Pérez expone sus últimas obras. El mismo realismo extremo de la escultura barroca, pero en acrílico sobre lienzo. Quien para elogiar el siglo XVII tenga que denostar el XXI no ha comprendido ni uno ni otro. Quien pretenda elevar el Barroco pisando en la cabeza de lo contemporáneo no ha entendido ni lo barroco ni lo contemporáneo. Porque lo barroco fue contemporáneo en su tiempo y porque lo contemporáneo tiene mucho de barroco. Si no permitiéramos al arte avanzar, los museos se limitarían a exponer pinturas rupestres evolucionadas.
Si Fernández y Martínez Montañés se centraron en temática religiosa es porque se lo pagaron, no porque tuvieran una llamada de Dios. La exposición no es, por lo tanto, una exaltación de lo divino sino de lo divino en su forma tangible y corpórea, esto es, plenamente humana. Y humanos son los personajes de Luis Pérez, aunque a través de una forma que, en ocasiones, alcanza un aire casi divino. Si Hopper retrató la soledad de la vida norteamericana, Hammeshøi pintó una y otra vez esas habitaciones vacías y Vermeer nos mostró esos personajes enfrascados en lo que quiera que estuvieran haciendo, Luis nos muestra el individuo roto, pero callado; en el centro, pero aislado; privado de la red de seguridad que constituye la sociedad y alejado por igual del pesimismo de los modernos y del fatalismo reaccionario de los decadentistas.
Pero si hubiera algo metafísico también lo habría en ambos. En la exposición de la Catedral resulta evidente, al alzar el artista –y el espectador– la mirada hacia Dios. En la de Luis Pérez, como en De Chirico, al hacernos mirar las cosas como si fuera la primera vez. Sus atmósferas oníricas, sus iluminaciones tan reales que parecen inciertas y sus perspectivas imposibles y juegos de espejos. Se equivoca quien vea en Luis Pérez el virtuoso que un día fue: eso está completamente superado. O yo estoy muy equivocado –que puede ser– o Luis Pérez está entrando en una etapa mucho más madura, con escenas inquietantes sabiamente elegidas donde la atmósfera trasciende la técnica. Él lo hace desde la intuición, desde la pulsión más pura. Pero subyace en sus decisiones una línea de puntos que quizá no ha elegido desde lo cognitivo: si en su primera etapa no había humanos, en la segunda los incluyó para, en una tercera, desestructurar sus escenas en una bifurcación de caminos. En el primero, el hombre –la mujer, sobre todo– en soledad y dando la espalda al espectador para fundirse en una escena que no existe. En la segunda, la escena sin el hombre, en un naturalismo prerrafaelita y en una capilla Rothko en donde que se intuye, de nuevo, a Dios. Y lo hace como un panteísta: Dios no es un ser separado del mundo, sino que está presente en todas las cosas.
Pero también lo está en todos los tiempos, estaba en el XVII y lo está en el XXI, estaba en Fernández o en Montañés y está en Luis Pérez. Está en la Catedral y en la calle Miguel Íscar. Es un error enorme ver la creación como un proceso terminado, como algo que se hizo y, a partir de entonces, todo se ha pervertido. La creación se está produciendo ahora, delante de nuestras narices. Negar el devenir de la historia es negar la obra de Dios y, por lo tanto, la respuesta evangélica y la artística. El decadentismo, en este sentido, no solo es herético sino además una paletada y una cursilada, que me preocupa bastante más. La creación artística tampoco termina nunca.
Tenemos la inmensa suerte de poder ver en nuestra ciudad una exposición magistral en la Catedral, no solo a nivel de obra sino también a de museografía. La he visto una vez, la veré de nuevo el lunes y no descarto verla sin parar hasta marzo, no solo para disfrutar a nivel estético e intelectual sino también para recordar quienes hemos sido y quienes vamos a seguir siendo. En Miguel Íscar tenemos a Luis Pérez hasta el día 30, para recordarnos no solo lo que somos sino también lo que vamos a seguir siendo. Posiblemente lo haga todo a la vez, como si una fuera continuidad de la otra. Bien pensado, no se me ocurre un mejor plan.
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