

Secciones
Servicios
Destacamos
Umbral pasó los primeros veintisiete años de su vida en Valladolid. Fue una infancia dura a la que siguió una juventud marcada por el desamparo, el frío y esa sensación de desarraigo que comparten huérfanos y exiliados. Aunque quizá sea lo mismo, es probable que no haya mayor exilio que ser un extraño en tu propia familia. Umbral fue un niño no deseado, sin padre conocido –al menos, en ese momento– y con una madre que nunca llega a actuar como tal. La vergüenza, supongo. Quizá la culpa. Eran otros tiempos, ya saben, tiempos de un nacionalcatolicismo opresivo y asfixiante que llenaban las estancias de impurezas y las almas de llagas supurando pus y bilis. A su madre la llamaba tía, dicen. Y también llamaba tía a su tía, la de verdad, aunque actuara como madre y le despreciara profundamente, haciéndole víctima constante de comparaciones crueles con sus otros sobrinos, los buenos, los sanos, los de padre conocido y apellido pulimentado. Umbral fue un niño enfermo, un niño pobre, un niño olvidado en el Valladolid de posguerra, en esa capital del dolor que tanto le marcó. Apenas fue escolarizado, es decir, apenas fue socializado. ¿Y qué hace un niño enfermo, muerto de frío y de pena, sin amigos, sin colegio, sin familia y sin cariño? Pues leer, claro. Umbral se lo leyó todo aprovechando los libros a los que pudo acceder gracias al trabajo de su madre en el Ayuntamiento y al mercadillo de libros usados de El Campillo. Y el resto ya lo saben: dame un niño con infancia desdichada y te devolveré un adulto escritor. Delibes le dio la oportunidad de escribir en El Norte de Castilla con 25 años y cambiaría su vida para siempre.
El 8 de septiembre de 1959 se casó con su novia de toda la vida, María España Suárez, en la iglesia de San Martín, y se fueron a vivir a León, donde estarían poco tiempo antes de llegar definitivamente a Madrid. No volvería a Valladolid más que puntualmente. Se ha dicho, por ello, que Umbral no quería a Valladolid, pero no es cierto. Umbral no tenía un problema con su ciudad sino consigo mismo, con su pasado gris, con el dolor infinito de una infancia desdichada, pobre y cruel. Logró rehacerse y renacer en Madrid, hasta el punto de fundirse con ella y convertirse en la misma cosa. Y de ahí nació un nuevo Francisco, el personaje, el dandy, el provocador, el personaje público y el genio de las letras que inventó hasta la propia 'movida madrileña'. Mirar hacia atrás era mirar hacia el pobre niño Paco y recordar cosas que jamás quiso recordar. Por eso no lo hizo y prefirió mirar hacia delante hasta convertirse en el escritor más importante de España, en el mejor columnista –quizá de todos los tiempos–, en Premio Nadal, Premio Princesa de Asturias, Premio González Ruano, Premio Mariano de Cavia, Premio Fernando Lara, Premio Nacional de la Crítica, Premio Nacional de las Letras y Premio Cervantes –entre otros– así como en Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense. Hizo más de cien libros y 135.000 columnas. No está mal.
Bien, pues en Valladolid, como siempre, parece que no nos hemos enterado. No tratamos bien a los nuestros, nunca lo hemos hecho, salvo raras excepciones. Hasta el punto de que alguno ni siquiera llega a considerar a Umbral como uno de los nuestros. «Nació en Madrid», dicen. Sí, le nacieron en Madrid, donde su madre tuvo que ir para dar a luz sin que nadie la viera en su ciudad, para ocultar la tremenda vergüenza y el deshonor de ser madre soltera, madre abandonada, madre repudiada. Personalmente no se me ocurre mayor desfachatez que despojar a un vallisoletano de su origen por el terrible pecado de haber sido despojado antes de su apellido, de su padre y de su sangre. Un hombre sin identidad ni patria.
¿Y quién fue en realidad Umbral? Esa es, en realidad, la pregunta que sobrevuela. La respuesta es incierta. Yo no sé responderla y quizá ni si quiera él fuera capaz de hacerlo. «No creáis nada de lo que diga, no creáis nada de lo que escriba. Soy un farsante. Lo único que he intentado es ser Francisco Umbral», dijo una vez. «La mentira por delante», otra. Y es que Umbral fue una mezcla entre lo que pudo ser y lo que quiso ser, el resultado del dolor, quizá el mejor personaje que su propia literatura supo crear. Porque toda su obra es una autobiografía trágica, una hermosura de corazas superpuestas, una venganza, el ave fénix que emerge cada mañana de las cenizas en las que la vida le sumergía cada noche. Dice Nieto Jurado, el último umbralista que trajeron las sombras, que existe un pacto autobiográfico: «Para el escritor queda lo que es cierto, lo que pudiera ser cierto, lo que quiere que sea cierto». Este proceso neurótico es el que crea en Umbral una personalidad con forma de capa de escapista en la que huir cortándose en lonchas cada mañana y sirviéndose al lector como un sacrificio ritual y caníbal. Aunque, en realidad, Umbral no existió jamás, es posible que esto también fuera una metáfora que se llevó el ADN. Porque entonces todos querían ser Umbral menos Umbral, que quería ser Ruano. Y Baudelaire y Larra y Valle, pero que finalmente solo pudo llegar a entender su propio corazón viendo cómo latía en el cuerpo mortal y rosa de su hijo Pincho, cuya muerte se llevó la esperanza. Y la esperanza de la esperanza.
Un talento desbordante formado de dolor y crueldad que, al decidir lo que no quería ser, terminó por definir lo que era, por eliminación, por descarte. Ese niño que mira desde lejos la fiesta «y los hijos de puta que hay dentro» y dejan para él apenas el frío que nunca pudo quitarse: el frío de la posguerra, el frío del huérfano, el frío del padre que entierra a su hijo, del hijo que no pudo enterrar al padre y que, al final, termina por enterrarse a sí mismo. Yo no sé quién fue Umbral, pero ayer, visitando a su viuda en Majadahonda, le prometí que pediría en estas páginas una calle para nuestro vecino, para nuestro amigo, para nuestro maestro. Ella no quiere quitar el nombre de una calle para poner el de Paco, pero pronto di con una solución: poner su nombre al camino recién nacido en las Moreras, ese por el que van las bicis y en el que se pasó, en esos veintisiete años, todas las tardes muertas observando el río en una balada de gamberros, hablando con 'El Catarro' y montando en barca con su amada, como queriendo flotar la pena y la desdicha para no hundirse en ella. Soy un tipo con códigos y cumplo mi palabra. Falta una calle para Francisco Umbral en su ciudad. Quien sabe si, así, podrá sentir, de una vez por todas, algo de calor en su alma. Algo de calor en su tierra.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
David S. Olabarri y Lidia Carvajal
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.