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Elisa reunió a decenas de personas para fabricar mascarillas cuando más escaseaban. Miguel Ángel y Saúl idearon una cabina de desinfección que entregaron a residencias de ancianos. Isabel y Mario regalaron café caliente a unos camioneros huérfanos de bares en polígonos y áreas de servicio. Álvaro y Rubén compusieron canciones. Diego y Jorge mantuvieron activos varios grupos de amigos y conocidos a través de Internet. Yolanda hacía la compra a los vecinos mayores que no se atrevían durante el confinamiento a salir. Todos ellos desplegaron durante los primeros días de la covid acciones solidarias que sirvieron para ayudar a los demás en un momento de incertidumbre y dolor.
Hace cinco años, todos ellos (y muchos más) se asomaron a las páginas del periódico como ejemplo de las cientos de iniciativas que, con imaginación y de forma altruista, idearon los vallisoletanos. Hoy, cinco años después, una veintena de aquellos protagonistas fugaces de la cuarentena recuerdan cómo tejieron esas redes de solidaridad que Valladolid ideó para luchar contra el coronavirus.
«Parece que ha pasado una vida. Son solo cinco años, pero es como si hubieran pasado muchos más», dice Yolanda Martín. Durante las semanas más duras del confinamiento, era de las pocas personas que paseaban por las desiertas calles de Cogeces del Monte. Lo hacía con una misión clara: ayudar a las personas mayores de la localidad con la compra cotidiana, las recetas, los préstamos de libros. En su mesón Maryobeli, antes de la pandemia, hacían la comida para dos ancianos de la localidad, que la iban a recoger allí y así no tenían que cocinar.
«Cuando dijeron que nos encerraban, enseguida pensé en ellos. ¿Cómo lo iban a hacer? Así que hablamos con el Ayuntamiento, conseguimos un salvoconducto y empezamos a recibir encargos de muchos mayores, que nos encargaban la compra y nosotros se la llevábamos». Algún día, recuerda, tenían más de 15 encargos. «Fueron jornadas muy duras. Decían de aquello saldríamos mejores, pero no parece que haya sido así», cuenta Yolanda, quien añade que, en estos cinco años, algunos de esos ancianos a los que prestó ayuda han fallecido. Y no por la covid.
«Es que no somos conscientes, pero ya son cinco años», cuenta Gregorio Rebollo, frutero que incrementó durante esas semanas el reparto de manzanas, naranjas y verduras a domicilio. «Adelgacé ocho kilos. No paraba. Se corría la voz y cada vez me llamaba más gente. Al principio, solo repartía en el barrio, en Huerta del Rey, pero pronto tuve que hacerlo también por toda la ciudad. Hice un montón de kilómetros», recuerda Gregorio, quien recuerda cómo, cinco años después, algunos de esos clientes desaparecieron. «Han quedado los de siempre, los del barrio… pero de muchos a los que serví en su día, dejando el pedido en el descansillo, no he vuelto a saber nada».
«Pero también hay gente muy agradecida», asegura Mario Bermejo, del hostal Chema. Allí, en el aparcamiento de su local, en el kilómetro 119 de la carretera de Burgos a Portugal, instalaron un autoservicio gratuito con café caliente, leche, zumos, bollería o jabón. En unas carpas al aire libre, atendían a cerca de 40 o 50 camioneros que encontraban allí un punto donde descansar en un momento en el que los bares estaban cerrados. «Por aquí, antes de la pandemia, ya paraban muchos policías y guardias civiles. Esos días tenían mucho trabajo y decidimos preparar algo para ellos. Darles un café en mitad de su jornada», rememora Mario. Los transportistas se empezaron luego a acercar. «Nosotros lo regalábamos todo, pero alguno te dejaba alguna propinilla. Creo que les ayudamos. Meses después, algún camionero de Santander nos lo recordaba y nos regaló unos sobaos pasiegos», rememora.
Una iniciativa similar puso en marcha Isabel Cartón en El Primero, el histórico bar del polígono de San Cristóbal. «Yo es que me acordaba mucho de nuestros clientes, de esos camioneros y transportistas que paraban en el polígono, entre carga y descarga, y que no tenían dónde tomarse un café». Así que colocó en la terraza una cafetera para que, quien quisiera, se pudiera servir. Los proveedores de refrescos y bollería contribuyeron de forma altruista con género. Y tampoco faltaba la posibilidad de cargar el móvil o entrar con cuidado al baño. «Después todos hemos vuelto a la vida normal, pero aquellos días fueron muy duros. Mi marido estuvo diez días ingresado por la covid y yo tuve que estar sola en el hospital por un problema con la muñeca. Al final me operaron. La mano derecha, que es la de dar la vuelta a la tortilla. Yo les decía: 'Por favor, dejadme bien, que pueda hacer tortillas'». Y lo cuenta ahora, cinco años después, con la muñeca perfecta y las tortilla calentita en la barra del establecimiento que llevan sus hijos Mario y Alejandro.
El coronavirus sirvió para estrechar (de ventana a ventana, de terraza a balcón) las relaciones de vecinos que, hasta entonces, tal vez ni siquiera se habían saludado. Una nutrida comunidad de vecinos de Parquesol (Los Almendros) organizó concursos de canciones o disfraces a través de Internet. Crearon incluso una cuenta de Instagram. «Lo último que hicimos fue una campaña de recogida de alimentos a favor de Cruz Roja. Luego, no volvimos a usar el perfil de Instagram», recuerda César Rayaces, uno de los dinamizadores vecinales.
Isabel Rodríguez salía con su megáfono a la ventana para invitar a sus vecinos de Poniente a tomarse juntos, cada uno en su ventana, el vermú dominical. «Yo acaba de llegar a Valladolid, recién jubilada desde Madrid. Y aquello me sirvió para conocer a alguno de mis vecinos», cuenta Isabel, quien tenía un megáfono en casa por su vinculación con el movimiento vecinal. ¿Y ahora, dónde está ese megáfono? «Se lo regalé a una asociación de apoyo al pueblo palestino».
Diego Alonso sacaba el altavoz a su terraza en Mota del Marqués y todas las noches, después de los aplausos de las ocho, ponía un poco de música. «Era como una verbena temática. El 23 de abril, jotas. En Semana Santa, alguna marcha procesional», recuerda Diego, quien además organizó una gincana virtual, a través de un grupo de whatsapp al que se apuntaron 120 participantes y peñistas de la localidad. Proponía diversas pruebas que luego recibían puntuación. «Recuerdo que muchas eran preguntas sobre la historia del pueblo, para que los más jóvenes preguntaran a sus abuelos», dice Diego.
En San Cebrián de Mazote, los vecinos también participaron en retos compartidos. El más sonado fue la réplica en casa de cuadros famosos de la historia del arte. «Pero se hacían muchas más cosas. Por ejemplo, se subía la foto de un rincón del pueblo y había que adivinar de qué sitio se trataba. Era una forma de estar entretenidos cuando no se podían hacer muchas cosas», rememora Mari Mar Pietro, una de las participantes en ese certamen pictórico.
Internet y las redes sociales fueron combustible para mantener activas otras comunidades. Jorge Fernández Bastardo, sacerdote de Parquesol, invitó a sus feligreses a que le enviaran por Whatsapp una fotografía que luego él imprimió y colocó en los bancos de la parroquia. «Yo seguí dando misa, aunque con la iglesia vacía. Y les echaba mucho de menos. Además, como somos animales de costumbres, muchas personas se sientan siempre en el mismo sitio y yo me los imaginaba. Así que pedí una foto a los más habituales, a los integrantes del consejo parroquial. Luego, mucha más gente me empezó a enviar sus fotos». Jorge conserva esas imágenes y recuerda que, cinco años después, hay comportamientos heredados de la covid. «Se nota, por ejemplo, en el momento de la paz. Ahora, mucha gente no se da la mano y lo hace con un saludo, una inclinación de cabeza».
Jesús García, sacerdote entonces en La Seca, Serrada y Rodilana (en el verano de 2020 le destinaron a Laguna) transmitía sus misas por Youtube e ideó en facebook la campaña 'Reza en casa'. «Era una forma de mantener viva la devoción popular», explica. Animaba a montar un pequeño altar en casa (con imágenes de santos o de vírgenes), hacer una foto y mandarlas para compartirlas en Internet. «Me llegaron más de 500 y no solo de Valladolid, también de otras partes de España e incluso de Iberoamérica», cuenta Javier.
Internet también fue la vía empleada por Álvaro Fernández del Palacio, profesor de Música del San José, quien compuso una canción que consiguió un premio nacional, en Cadena 100. «Todavía hay alumnos que la recuerdan y la cantan», cuenta Álvaro, quien con ese tema ofrecía ideas de juegos y actividades para que los niños atravesaran mejor la cuarentena. Rubén Muñoz también recurrió a la música como argamasa social. «Aquellos días se hizo muy famoso un vídeo de 'Resistiré' con cantantes famosos. Y pensé: ¿por qué no hacemos algo así en Valladolid?'.
Así que contactó con una veintena de músicos y cantantes locales que interpretaron, desde sus casas, 'Color esperanza'. «Contacté primero con Ayuso, que conoce a muchísima gente y a partir de ahí, lo empezamos a montar». Entre los instrumentistas, Rául Fraile, Jesús Martín, Pedro Pérez, Rubén Lázaro, Miguel Baraja, Nacho Melodís y Samu O'Clock. Y luego, las voces de Happening, Dos de Picas, Cristina Lázaro…»Lo colgamos el 23 de abril y la gente se volcó. Aquellos días, que fueron muy duros, sacaron lo mejor de mucha gente», recuerda Rubén.
Por ejemplo, de las sesenta costureras que fabricaron mascarillas cuando apenas había material de protección. Lo recuerda Elisa Altés, quien puso en contacto a estas colaboradoras a través del móvil. «Mi vecino trabajaba en residencias de ancianos de Segovia y me contaba que no tenían (ni ellos ni nadie) mascarillas. Me dijo que si le podía coser algunas. Le dije que claro, pensando que necesitaría diez o doce. Cuando en un primer pedido me dijo que cien, supe que necesitaría ayuda. Sobre todo porque yo estaba esos días recuperándome de una hernia discal. Así que estuve tumbada boca abajo con el móvil mientras contactaba con amigas para que cosieran». Un grupo de colaboradoras del Chami sirvieron además para transportar el material desde la casa de las costureras hasta el hogar de Elisa. «Aprendí muchísimo de logística esos días y luego me sirvió para mi negocio, Planeta Elisabeta».
La diseñadora Esther Noriega también confeccionó durante esas semanas batas sanitarias y mascarillas que entregaron a los hospitales de Valladolid.
Guillermo Quiroga, del grupo ya desaparecido Clone Wars, fabricó, junto a otros doscientos vallisoletanos, cientos de viseras protectoras. Miles. «En concreto, 7.854, tenemos un excel que lo recuerda», dice Guillermo. Esas viseras se repartieron entre centros hospitalarios y de salud, comercios, residencias de ancianos. «Nos llamaban muchos ayuntamientos que los necesitaban para sus trabajadores», indica Guillermo, quien recuerda que esas viseras se fabricaron, de forma desinteresada, con las impresoras 3D que tenía la comunidad 'maker' en Valladolid. Saúl Peña y Miguel Ángel Pisador, bomberos de la Diputación, idearon en el parque de Peñafiel unas cabinas de desinfección. «Nos fijamos en esos difusores de agua que usan en los restaurantes del sur para combatir el calor y pensamos que se podría hacer algo parecido, con líquido desinfectante».
A partir de esos difusores idearon un mecanismo que repartieron por residencias de ancianos. El arco contaba con un sensor que, cuando un trabajador pasaba por él, disparaba el difusor de desinfectante. Y para fabricarlo, recuerda que contaron con la donación de materiales que les hicieron desde Leroy Merlin.
Una donación desinteresada fue la que David Alonso hizo a trabajadores del Río Hortega. Florista en el cementerio del Carmen, se encontró de la noche a la mañana con miles de flores que se iban a estropear. «Teníamos el día del padre, 19 de marzo, a la vuelta de la esquina, con todos los pedidos hechos. Y de pronto, nos encierran. Y también sin entierros». Para evitar que tanta flor se estropeara, se puso en contacto con el Río Hortega y repartió varios ramos entre los trabajadores. «Alguno después me encargó flores para que se las enviara a su novia. Y también las regalé por el barrio, en el supermercado al que iba a comprar», dice David.
Durante aquellos primeros días, se hizo viral un vídeo grabado por Cynthia Curiel. Su padre y su tío estaban confinados en casa, su madre pasaría quince días en el hospital («entre la vida y la muerte, aunque ahora por suerte está bien»), su novio también contrajo el virus. Y ese fin de semana, al encender la tele, vio una imagen de cientos de coches que salían de Madrid, en pleno confinamiento, rumbo a la casa de la playa. «Aquello me encendió, porque además veía por el barrio a mucha gente que salía a la calle varias veces». Así que grabó un vídeo en el que pedía respeto, que se cumpliera el confinamiento, que se pensara en los demás. «No me arrepiento nada de lo que hice, aunque ahora tal vez lo haría de otra manera. Sin tantos tacos tal vez, de una forma más tranquila. Pero necesitaba contar lo que sentía en un momento en el casi nadie sabía nada del virus».
Ese fue el motivo que animó a dos profesionales, Mónica Lalanda y Raquel Blasco, a impulsar un grupo de facebook en el que resolvían dudas sobre el coronavirus. De forma desinteresada, llegaron a colaborar más de 250 profesionales de todo el país. Desde médicos y enfermeros a psicólogos. «Fueron momentos de mucha angustia, cuando apenas se sabía nada y donde muchas personas necesitaban respuestas», recuerda Blasco, convencida de que ese consultorio fue «muy útil» en unos momentos complicados.
Consuelo fue el que también ofrecieron las religiosas de las Misioneras de Santo Domingo, que salían por las tardes al balcón para regalar su música coral. Su imagen fue portada del periódico el viernes 20 de marzo, en los primeros días del confinamiento. Y las hermanas conservan ese recorte de prensa, enmarcado y firmado por las protagonistas de la noticia. «Fue una de las experiencias más inolvidables que hemos vivido en Valladolid y sirvió para el crecimiento de nuestras hermanas más jóvenes», recuerda la hermana Corazón, quien evoca aquellas veladas musicales.
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«Al día siguiente del inicio del confinamiento, nos sorprendió el sonido de un violín procedente de la casa de un vecino. Instintivamente, corrimos a nuestra terraza a aplaudir. En ese momento, nos dimos cuenta de que, aunque no podíamos ir a nuestras parroquias, aún podíamos llegar a nuestros vecinos a través de la música. Y decidimos hacer un pequeño apostolado cantando en nuestra terraza y ofrecer algo de consuelo, especialmente a los ancianos que vivían solos». Para llegar al mayor número de espectadores, se turnaban entre los balcones de la calle Juan Mambrilla y Marqués del Duero. «Las calles, que esos días estaban tan silenciosas, cobraron vida con nuestras voces, con canciones como 'Cerca de ti, Señor' o 'Santa María del Camino'. Entre las cantantes, había 17 religiosas (de Filipinas, Birmania, o Vietnam) que se formaban aquí en Valladolid. Todas ellas, firmaron el recorte en el que aparecieron en el periódico.
De eso han pasado cinco años. Cinco años que parecen «de otra vida» y que sirven para recordar las acciones solidarias que muchos vallisoletanos emprendieron, de forma desinteresada, en Valladolid.
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