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JAVIER PRIETO GALLEGO
Viernes, 2 de enero 2009, 01:29
Si hay un árbol típicamente navideño, ese es el acebo. Aunque no siempre fue así. De hecho, el acebo acabó siendo el árbol de la Navidad por el empeño de la Iglesia católica por borrar del recuerdo colectivo el muérdago como la planta de la buena suerte invernal. El muérdago tenía una larga tradición pagana, presente en numerosas culturas bárbaras y muchos de los cultos y tradiciones agrarias de toda Europa como propiciatoria de fertilidad, prosperidad y bonanza. El origen del uso del acebo con la misma intención parece estar en las islas Británicas, en torno a los siglos VII y VIII, si bien no llegó a convertirse en auténtico icono de la Navidad como augurio de fortuna hasta mediados del XIX. La Iglesia impulsó esta sustitución argumentando que las hojas de acebo, con sus púas, ayudaban a recordar las espinas de las corona de Cristo, mientras que sus bayas rojas eran la imagen perfecta de su sangre sacrificada.
Es así como del uso, más o menos sostenible en relación a las tareas relacionadas con el mundo rural que se habían desarrollado durante siglos, se pasó al abuso casi hasta el punto de la extinción. Mucho contribuyó a ello la costumbre de elaborar adornos con ramas de acebo. También el hecho de que las más demandadas fueran, precisamente, aquellas que contenían un mayor número de sus llamativos frutos rojos. Esas bolitas, además de constituir una imprescindible dieta de invierno para muchos animales del bosque, eran también las semillas que aseguraban la propagación del bosque y el mantenimiento de la especie. El acebo es un árbol de crecimiento relativamente lento y, al disminuir, sus posibilidades de reproducción como consecuencia de la desaforada corta de ramas con frutos, acabó por convertirse en una especie en recesión.
Por suerte, esa tendencia parece frenada a tiempo y no es raro encontrarse cada vez con más frecuencia con frondosas manchas de acebo prosperando en el interior de hayedos o robledales del norte de Castilla y León o, incluso, en la umbría de los castañares que salpican la sierra de Francia. Pero el acebo en ocasiones excepcionales deja de ser un mero inquilino de bosques dominados por otras especies para constituir sus propios bosques, los acebales. Y por suerte también, Castilla y León atesora algunos de los acebales más importantes de España, como los de las dehesas de Prádena y Matabuena, en la sierra segoviana de Guadarrama; o el de Garagüeta, en Soria. Aunque cualquier momento del año es bueno para disfrutar de la magia del acebo, la Navidad se aparece como un momento cargado de simbolismo. Es, también, el momento del año en el que los acebales aparecen vestidos con sus mejores galas: el contraste de sus hojas lustrosas, duras, y de un verde oscuro con el rojo intenso de sus frutos, también brillantes y distribuidos por todo el árbol componen una estampa tan llamativa como inolvidable.
Acebal de Garagüeta.
Este bosque, que acaba de ser declarado espacio natural protegido, es excepcional tanto por la antigüedad, la cantidad y la calidad de su mancha forestal: tiene una extensión de 406 hectáreas -una de las mayores de Europa- de las que 180 son las que ocupan en realidad los acebos, algunos con edades superiores a los 125 años. El celo de los habitantes a los que pertenece la dehesa y su forma de explotación tradicional, al menos desde el siglo XII, ha conseguido que el acebal de Garagüeta llegara, más o menos en buen estado, hasta nuestros días. Resulta imprescindible comenzar la visita por la Casa del Acebo, centro de interpretación desde el que informan también de los paseos que es posible realizar en su entorno.
Dehesa de Prádena.
Es el acebal más meridional de España y la mancha más importante de la sierra de Guadarrama. El acceso puede realizarse, a pie, desde Prádena en una ascensión de tres kilómetros que se recorren en 45 minutos. No presenta dificultad alguna, aunque si cierto desnivel.
info@javierprietogallego.com
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