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Vista parcial del arrabal de San Millán en una fotografía de principios del siglo XX que no por conocida deja de sorprender. La iglesia domina un barrio formado por casitas humildes de familias obreras. La casa del crimen también destaca entre los tejados. Al fondo, las lastras y un Paseo Nuevo repleto de árboles. / FILATELIA DOBLÓN
SEGOVIA

El barrio de las brujas

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Domingo, 8 de junio 2008, 02:31

«Plazas irregulares y calles laberínticas, cuestas y escalinatas, rincones y encrucijadas. Todo desierto, todo silencioso. Huertas, siniestras como todas las huertas, que siempre guardan el secreto de un crimen... Corralones convertidos en muladares. Tejeras de negros hornos humeantes. Altas tapias de jardines Casas de la más varia condición: miserables casas decrépitas, con unas fachas sórdidas que ríen o lloran o hacen gestos con las bocas de sus puertas y los ojos de sus ventanas; caserones vetustos, de aspecto de fortaleza o de residencia de un tribunal o de mansión de un magnate. Y todas, las altas y las humildes, las viejísimas y las viejas y las pocas modernas, más bien modernizadas, dando al transeúnte el aliento de lo trágico que las habita y que exhalan por todos los huecos, desde las rejas de subterráneo a las chimeneas».

Pocos han escrito líneas tan acertadas como las que Julián María Otero dedicó al barrio de San Millán. Este escritor de prosa exquisita y romántica que vivió en la Segovia de principios del siglo XX dibujó en su 'Itinerario sentimental' de 1915 la realidad física y humana de un barrio mágico y misterioso, hermosa síntesis de la Castilla exhausta que tan bien supo Ignacio Zuloaga captar en sus lienzos. Otero, Zuloaga, Rodao. Ellos extrajeron el verdadero espíritu de un barrio que aventaja a otros en ambiente, carácter, detalles y matices, en palabras del propio Otero. San Millán es un resumen personalísimo de la esencia de Segovia, y por ende, de Castilla.

Pero, ¿cómo era el barrio de San Millán a finales del siglo XIX, cuando la noticia del crimen cometido en el interior de la casa de los Ayala-Berganza conmovió a la pacífica población segoviana? ¿Ha cambiado mucho en ciento y pocos años? ¿Queda algo de aquel espíritu que Zuloaga plasmó en el cuadro 'Las brujas de San Millán'? Me temo que no. Basta con mirar desde la Canaleja. Las nuevas edificaciones cubren hoy el San Millán antiguo. Sólo el campanario de la iglesia y el tejado de la casa del crimen permanecen, además de la silueta de la Mujer Muerta que se recorta en el horizonte. Ya es imposible adivinar el arrabal habitado por humildes familias menestrales; el San Millán de casuchas derrengadas impregnado del olor que emana el pan recién hecho; el San Millán célebre por sus fábricas, sus tejeras, sus huertas, el arroyo pestilente que lo cruza y el trágico recuerdo de un crimen horrendo, el barrio de las brujas Hagan un ejercicio. Cojan la fotografía de arriba y diríjanse al mirador de la Canaleja. Comparen y reflexionen. Seguramente concluyan que hubo una vida más pobre, pero no por ello más desdichada. ¿O no cambiaríamos el ruido de los automóviles por el silencio de los corralones de esas casitas?

Realidad lacerante

Pongamos los pies en la tierra. La imagen idílica de una Segovia definitivamente desaparecida no debe ocultar la realidad descarnada de la vida cotidiana de las gentes que entonces poblaban el barrio. Félix Gila, en su obra 'Plano y guía de Segovia' (1906) es más prosaico que Otero porque pone el acento en el lado lacerante de un verdadero suburbio. El estudio que Eduardo Martínez de Pisón realiza en 'Segovia, evolución de un paisaje urbano' (1974) ofrece detalles similares. Según este autor, a comienzos del siglo XX, el arrabal de San Millán tiene 70 casas deficientes, sobre todo apiñadas en su centro, 15 de las cuales entran en el grupo de las peor acondicionadas.

Las inspecciones municipales de la década de 1930 describen una escena que no tiene desperdicio: «En San Millán, podemos detallar una casa característica del barrio, en la calle Teniente Ochoa (antigua de Caballares): costaba de cuatro 'habitaciones' o pisos para cuatro vecinos; el bajo izquierda se componía de una sala con luz y ventilación directa, dos alcobas amplias con luz y ventilación indirecta, una cocina situada en el hueco de la escalera, mal ventilada y oscura; el bajo derecha tenía una sala con luz y ventilación, dos alcobas -una con ventana y otra no-, una cocina con fregadero y fogón bajo, y un cuarto interior con ventana; el principal derecha era igual que éste, pero con retrete y con agua corriente; el principal izquierda también era similar, pero sin retrete ni agua. Además, había en el piso dos retretes y un grifo de agua corriente para los inquilinos sin ellos. La edificación en conjunto estaba deteriorada y constaba de más pisos, cerrados». Según Martínez de Pisón, las reformas necesarias eran difíciles de acometer debido a la antigüedad del caserío, del escaso suministro de agua, del limitado alcantarillado municipal y del bajo nivel de vida.

El San Millán de finales del siglo XIX y principios del XX es un arrabal de casitas de una o dos plantas a la sumo, que se extiende desde el llamado puente del Verdugo (a la altura de la actual confluencia de la calle Los Coches con Gobernador Fernández Jiménez ) hasta la Huerta del Moro y el puente de Sancti Spiritu; desde las tejeras de la carretera de Madrona (estación de autobuses) hasta las ruinas de la iglesia de Santa Columba. El arroyo Clamores, el ya por entonces denostado 'río mierdero', surca el barrio entero enhebrándolo a través de los puentecillos: primero el del Verdugo, después el del Moro (en la plaza de los Mártires de la Libertad, luego Doctor Gila) y por último el de Sancti Spiritu. La calle Caballares lo cruza de este a oeste, la casa de los Ayala-Berganza sobresale del resto del caserío y la Huerta del Moro es un pequeño pulmón verde que separa las calles de Santo Domingo y del Juego Pelota (calle de San Millán). Sobre una leve prominencia del terreno se levanta la iglesia románica, entonces rodeada de una tapia que delimitaba el viejo cementerio parroquial. En el número 14 de la plaza de los Mártires de la Libertad está la tienda de comestibles del señor Miguel de Miguel, «especialidad en embutidos hechos en casa».

El paisaje cambió en la segunda mitad del siglo XX. La apertura de la avenida de Fernández Ladreda acabó con parte de la arquitectura tradicional. Después, las construcciones -algunas de seis plantas- fueron salpicando el paseo de Ezequiel González. La sustitución de la vieja tejera de Ochoa y de la Huerta del Moro por un polígono de viviendas de protección oficial ya en la década de 1970 fue la última entrega de una reforma urbana basada en el mal gusto y el escaso rigor urbanístico.

La leyenda

Regresamos al mito. Pese a su envoltorio actual, San Millán tiene un fondo legendario del que jamás podrá desprenderse. Zuloaga, Otero y Rodao, entre otros, contribuyeron a ello de manera decisiva. ¿Por qué 'barrio de las brujas'? Todo parte del celebérrimo episodio ocurrido en el interior de la casa de los Ayala-Berganza la tarde del 30 de mayo de 1892. Sus moradores, el hacendado Alejandro Bahín y su sirvienta fueron asesinados a manos de tres rateros que acabaron pagando su culpa en el garrote vil. Un suceso digno de un cuento de terror que nos transporta a la España decimonónica más negra. La casa -desde entonces conocida como casa del crimen- quedó maldita e impregnada de esa pátina siniestra que sólo los hechos luctuosos otorgan. En 1902 se instalan en el palacete Ignacio Zuloaga y su amigo, el también pintor Pablo Uranga. José Rodao dirá al poco en el 'Diario de Avisos' que la casa del crimen se ha convertido, pues, en casa del arte, y razón no le falta, porque de allí saldrán los hermosos lienzos que contribuirán a acrecentar la fama mundial del artista vasco.

Ahí empieza la leyenda. La tradición oral sostiene que Uranga presenció en el sótano de la mansión del infortunado Bahín un aquelarre de brujas desdentadas que invocaban al demonio. Siempre se ha asegurado que el relato de Uranga inspiró a Zuloaga el cuadro 'Las brujas de San Millán', pintado en 1907 ya en el taller que el eibarrés alquiló en las Canonjías.

En julio de 1928, Julián María Otero vuelve sobre el asunto. Lo hace en la revista 'Manantial', en el artículo 'La novena de las brujas'. Se refiere a los grupúsculos de mujerucas enlutadas que acudían a diario a la iglesia. «Venían de una en una, algunas emparejadas, pocas veces en grupos de tres ( ) arrastrándose, ocultos los pies -¿pero, tienen pies?-, bajo las haldudas sayas ( ) encubiertas bajo las alas de las tocas, alas de cuervo o de corneja o de abejorro, alas mal agoreras. Como mariposas siniestras de un jardín embrujado, brotaban de la sombra intensa de las callejas, donde ya era noche cerrada. Atravesaban la semipenumbra del atrio ( ) y desaparecían, atraídas por la claridad, en el pórtico del templo, pasando bajo las archivoltas de la primera puerta románica».

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