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Colegio de María Inmaculada, en la carretera de Santovenia. / G. V.
VALLADOLID

La soledad de las aulas

La crisis de vocaciones obliga a cerrar La Inmaculada tras 40 años de enseñanza

V. G. IZQUIERDO

Lunes, 8 de octubre 2007, 03:45

La suave luz del otoño penetra como cada tarde desde hace cuarenta años en las aulas del colegio de La Inmaculada. Entonces casi un centenar de chirriantes voces juveniles poblaban sus pasillos y daban vida a un monumental recinto en el que estudiar era sólo una de las múltiples actividades que completaban una rutina que se prolongaba durante meses. Lejos queda ya esa estampa. La crisis de valores religiosos, «cada vez más frecuente y extendida entre las familias», ha obligado al centro a abandonar la enseñanza para volcarse de lleno en la creación de una residencia-seminario para adolescentes.

Fue en septiembre, coincidiendo con el principio del curso escolar, cuando las persianas de siete de los más de treinta dormitorios que formaban el internado volvieron a abrirse para recibir a veinte nuevos inquilinos. Las normas son distintas a las que se erigieron con la llegada de sus primeros pobladores allá por la década de los sesenta, aunque no olvidan los ideales con los que la orden de los Pavonianos levantó en el número 90 de la avenida de Santander un nuevo colegio. «Comenzó siendo un centro vocacional, un seminario en el que poder continuar con la obra de los religiosos que lo fundaron», recuerda no sin nostalgia su director, Fernando Marinas, y ahora, tras llegar a haber albergado a 258 estudiantes en sus años más gloriosos, son muchas las estancias a las que tan sólo el recuerdo de tiempos pasados acompaña.

La impresionante capilla situada sobre el recibidor, a rebosar en otras ocasiones, agradece las fugaces visitas de antiguos alumnos, como el ex-futbolista Eusebio Sacristán, que aprovecha los descansos vacacionales que le permite el frenético mundo del deporte para rememorar la niñez y pasear por las instalaciones que durante cuatro años se convirtieron en su casa. Amplias salas, donde otrora se reunían compañeros -y más tarde amigos- dibujan vastas dependencias en las que el bullicio de la hora de la comida dejó paso al silencio sepulcral. Son reducidas superficies las que desde hace algo más de un mes dan la bienvenida, una vez terminadas sus clases en el Seminario Diocesano, a unos hambrientos alumnos que comentan entre risas los planes para los días próximos. Opciones no les faltan. Tres pistas de baloncesto, otras tantas de fútbol, una más de futbito y un polideportivo cubierto ofrecen a los residentes la posibilidad de decantarse por una u otra actividad deportiva, siempre y cuando un antojadizo tiempo atmósférico no chafe la jornada. El calor de la época estival añade una alternativa más a la oferta: la piscina.

De lunes a viernes, los chavales se hacen los amos de las pistas deportivas, mientras que los festivos algún que otro vecino de la capital alquila el poliderpotivo para aparcar por unas horas el estrés de la semana y de paso mantenerse en buena forma.

Tiempo de estudio

Pero si el ocio es importante, el estudio no lo es menos. El repaso de lo aprendido durante la mañana evita los atracones de última hora y favorece la adquisición de hábitos y costumbres para el futuro. «Es necesario romper con esa comodidad que se ha instalado en la vida de los chavales», explica Fernando, cuando analiza las preferencias de los jóvenes. La videoconsola, el ordenador y los móviles son imprescindibles en un momento en el que «las tecnologías pueden hacer mucho daño a los adolescentes» si no se controlan en su justa medida y si «no se cae en el individualismo» en el que se encuentran muchos de ellos.

Los largos paseos por el entorno de este enclave tienden a desaparecer en el calendario de los estudiantes. Aunque al principio suelen poner innumerables reparos, «todos se animan el final a realizar el Camino de Santiago o a fijar una marcha hasta Palencia», explica Fernando.

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