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Los paseos de Delibes por el Campo Grande dieron lugar a todo tipo de anécdotas, propiciadas por la popularidad del escritor. En la foto, Delibes junto a la Fuente de la Fama. El Norte

Del póker y los autógrafos

Mis horas con Delibes ·

El escritor plasmó en su libro'He dicho' su gusto por el juego de la baraja francesa, sobre el que relató: «uno admite que no le haría ascos a sentarse a una mesa con cuatro amigos para revivir las emociones de antaño»

Domingo, 22 de marzo 2020, 10:12

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Lo que pude reírme un día cuando, en uno de nuestros parloteos andantes, va Miguel y me cuenta que acaban de pedirle autorización para poner su nombre a la recién inaugurada Asociación de Jugadores Rehabilitados de Valladolid.

-Seguro que quieren darle mi nombre -añade Miguel, muy reflexivo- porque yo también fui, en mis tiempos mozos, un jugador rehabilitado.

Y vuelve a recordar aquella su adición juvenil al póker, que más de una vez le ha hecho exclamar, entre zumbón y agorero, que él podría haberse convertido «en un ludópata incorregible».

En su libro misceláneo 'He dicho' (1996), escribe Delibes: «Con quince años y el bachillerato recién terminado yo me pasé los dos primeros años de la Guerra Civil jugando al póker con cuatro amigos de la misma edad. Dedicábamos al juego tantas horas como un opositor a notarías puede dedicar a la Ley Hipotecaria (...) Este fue mi vicio oculto a los quince años: la adicción al póker. Una adicción tan fuerte que aún hoy, sesenta años después, perdura. Y uno admite que no le haría ascos a sentarse a una mesa con cuatro amigos para revivir las emociones de antaño».

El lugar en el que Miguel Delibes se reunía con esos cuatro amigos en los primeros años de la guerra no era otro que una buhardilla que su propia madre, doña María Setién, les había facilitado para que estuvieran recogidos y no anduvieran por la calle zascandileando todo el día.

-Lo que no se imaginó ella nunca -me comentaba el escritor, paseando una mañana frente al número 10 de la calle Colmenares, donde entonces vivían los Delibes y donde estaba, en lo más alto del edificio, la aludida buhardilla-, es el antro de juego que allí teníamos montado. O sí que lo sabía y hacía la vista gorda. Menuda era mi madre. Entre dos males, la calle en guerra y un tugurio de juego, el menor.

De paseo por el Campo Grande y sus aledaños, más de una y más de dos veces le ocurrieron al escritor simpáticas anécdotas, tan graciosas como el comentario sobre la ludopatía.

Esta nueva anécdota estuvo protagonizada por un grupo de niñas, de escolares, que paseaban con su profesora por el parque. De pronto, la maestra se pone a cuchichear algo a las niñas, mirando hacia Miguel, y al punto, como una bandada de palomas, corren ellas raudas a su encuentro, enarbolando cuartillas de papel blanco y solicitándole un autógrafo.

-¿Pero sabéis quién soy yo? -les pregunta Delibes, entre cariñoso y zumbón.

-¡Sí, sí, sí... Miguel Boyer! (Eran los tiempos de la fama del ex ministro socialista por su boda con la Preysler)

Delibes vacila un instante, pero al punto se pone a firmar. Aunque, ¡con el apellido que acaban de adjudicarle las niñas! Vuelven las colegialas, alborozadas y alborotadas, con la profesora. Ésta les recrimina su metedura de pata, y tornan a acercarse, ahora cabizbajas, reconociendo su error y demandando de nuevo...

-Yo he puesto lo que me habéis dicho que ponga -bromea-. Me echáis la culpa a mí, decís que me he equivocado y he puesto Boyer en lugar de Delibes. Tampoco hay tanta diferencia entre un garabato y otro.

Se retiran las chiquillas, la profesora se despide de lejos con un gesto, un tanto avergonzada, y cuando Miguel me cuenta a mí el divertido incidente, nos ponemos a cotillear sobre el ex ministro de Felipe González y la ex mujer de Julio Iglesias. (Hoy, quién sabe, hubiera salido a colación el más reciente matrimonio de la Preysler con... ¡Uy, seguro!)

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