Fachada del colegio. Alberto Mingueza

La Casa de la Beneficencia de Valladolid, dos siglos de historia

Durante este tiempo, socorriendo a los más necesitados, se ha transformado radicalmente el rostro de quienes reciben su ayuda

v. arranz

Valladolid

Sábado, 31 de marzo 2018, 09:37

Una anciana con andador pasa lentamente por delante de un parque de juegos infantiles. El comienzo y el final de la vida unidos en un mismo encuadre, en un mismo recinto. Estamos en el solar del Camino del Cementerio que ocupa desde hace casi 40 años la Casa de Beneficencia, una institución que cumple en julio sus primeros dos siglos de existencia. La decana de España y la única que ha sobrevivido desde los tiempos en los que la caridad particular suplía las insuficiencias del Estado. En su sede actual conviven, en buena vecindad, las dos caras que muestra hoy la asociación: una residencia de ancianos con 166 internos y el colegio de la Milagrosa y Santa Florentina, donde estudian 346 alumnos que van desde los dos años hasta 4º de la ESO.

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Apenas unos metros separan el colegio y la residencia. Por detrás de la calle por la que circula nuestra anciana se accede al patio del centro escolar, con decenas de niños jugando al balón, así que necesariamente la mujer ha pasado ante ellos durante su paseo. Unos y otros están acostumbrados. No son extraños. Enfrente del colegio está el polideportivo, y un poco más allá el acceso a las dependencias de los mayores, con su propio jardín.

La conexión entre los dos mundos ha pasado del terreno de la necesidad al de la virtud. La última directora de la Casa, Carmen Serrano, ha puesto en marcha recientemente un programa de actividades conjuntas que apuesta decididamente por la convivencia intergeneracional. El ejemplo más reciente fue el desfile de disfraces que los niños de Infantil ofrecieron a los mayores con motivo del Carnaval, pero no hay mes en el que unos y otros no compartan alguna actividad: un paseo para observar la naturaleza, actividades de dibujo conjunto, cántico de villancicos, lectura de poesías… Los intercambios no se quedan ahí y son constantes. Y así, los mayores ayudaron a los niños con sus recuerdos y su testimonio para un trabajo escolar sobre la Guerra Civil, mientras los alumnos dan clases elementales de informática a los ancianos más inquietos.

Esta convivencia es uno de los rasgos más destacados del rostro actual de una institución que nació en 1818 fundada por el capital general Carlos 0’Donnell movida por la caridad, pero también por el afán de «evitar la miseria y la exposición de salud pública por las aglomeraciones de pobres en la ciudad». Gracias a su buen hacer, y al generoso respaldo que recibía de la sociedad vallisoletana, la Casa se ganó su derecho a existir de forma independiente, como entidad privada, a diferencia de las demás asociaciones similares que terminaron siendo absorbidas por las administraciones. Ni la Ley General de Beneficencia de 1822, ni la legislación de 1849 afectaron a su autonomía. «Es la decana nacional», explica Pilar Calvo, que ultima estos días su historia de la institución. «Y una de sus mayores virtudes ha sido su capacidad para ir adaptando sus objetivos a las necesidades que iban surgiendo en la sociedad vallisoletana de cada época».

Un grupo de personas mayores de la residencia pasan el rato leyendo y conversando. A. M.

En una primera etapa, durante la primera mitad del siglo XIX, la Casa se ocupa de atender a ancianos y desvalidos, pero también realiza atención a domicilio y retira a los mendigos de la calle. En la segunda mitad del siglo se incorpora el proyecto escolar, dirigido a mujeres, y complementado con la atención a niñas abandonadas, o procedentes de lo que hoy llamaríamos familias desestructuradas. La dimensión del proyecto crece y se encarga la dirección escolar y asistencial a las Hijas de la Caridad, orden que sigue vinculada a la Casa de Beneficencia hasta el día de hoy. «Ellas son el alma de la casa», asegura Carmen Serrano. Manuela Romo, la monja más veterana, ligada a la institución desde el año 1971, es un buen ejemplo. Empezó como profesora y al jubilarse pasó a la residencia, donde hace de todo. En el momento de recibir a El Norte, Manuela atiende la recepción, pero es sólo uno de sus cometidos. «Hacemos todo lo que haga falta», asegura.

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La evolución

En 200 años han ido evolucionando las necesidades y los rostros de la pobreza y la institución se ha adaptado a las demandas de la realidad. Hoy, cuando de la atención a los más pobres ya se ocupa el Estado, los sorprendentes beneficiarios de la Casa de Beneficencia son las clases medias. «Ahora nos enfocamos a ese sector de la población, la clase media obrera, que no está tan necesitada como para recibir ayudas sociales, pero que tampoco tiene recursos suficientes para pagarse una residencia privada convencional. Si no fuera por asociaciones como la nuestra estas personas no tendrían adonde ir», explica Ignacio Serrano, presidente de la Asociación. Sus tarifas son las más asequibles del mercado, pero, además, «llevamos muy a gala que nunca hemos dejado de atender a nadie porque no pudiera pagar».

No es el único cambio. Y es que, hoy, la soledad es la gran pobreza de nuestro mundo desarrollado, y es la verdadera necesidad que una residencia como ésta tiene que atender. «Las familias cada vez son más reducidas, y los hijos están fuera a menudo. Se han dado casos de matrimonios que han ingresado juntos, cuando veían que ya se apañaban mal ellos solos», explica Carmen Serrano. Por eso la estimulación de las capacidades de los internos es uno de los objetivos fundamentales, y una pieza clave de esa labor es la organización de constantes actividades. Y el contacto con los más jóvenes forma parte de todo ello. «Los mayores se divierten, pero los niños también lo agradecen».

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A lo largo de 200 años no sólo han cambiado las personas y los proyectos, sino también las ubicaciones y edificios. La primera sede de la Casa de Beneficencia –la creada por O’Donnell con la colaboración de personalidades de la Iglesia, el Ejército y la Universidad– estuvo en el número 18 de la calle Baoriza (hoy María de Molina) y contaba con 23 camas para dar cobijo a los más necesitados. Subsistía a base de actividades de recogida de comida, y mediante la organización de corridas de toros, funciones de fuegos artificiales, rifas y cualquier actividad que permitiera recabar de la sociedad fondos para los asilados.

Traslado

Cuando los acogidos llegaron a 40, y ya no cabían en aquella primera ubicación, la Casa se trasladó provisionalmente al convento de los Padres Capuchinos, hoy desaparecido, que estaba en el entorno de la actual Plaza de Colón. Pero allí estuvo poco tiempo. Ya en 1840 la institución adquirió el número 15 de lo que hoy es la Plaza de San Pedro, un edificio que lindaba con la Real Chancillería. En ese inmueble está hoy instalada la Casa del Estudiante de la Universidad, y en su fachada aún se conserva la referencia a la Casa de Beneficencia. Allí estuvo durante más de un siglo, hasta que en 1979 tuvo que trasladarse hasta su ubicación actual, en el número 6 del Camino del Cementerio, en una amplia parcela comprada al Colegio de los Ingleses.

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En todo este tiempo, la institución ha merecido la atención de los reyes Fernando VII y María Josefa Amalia, que en 1828 acudieron a una corrida de toros organizada con fines recaudatorios. Treinta años después, también recibió la visita de la Reina Isabel II, y en el año 1993, con motivo del 175 aniversario, visitó sus instalaciones la Reina Doña Sofía. «Quiso saludar personalmente a los internos más necesitados, que, al verla allí, a su lado, no dejaban de acariciarla la cara», recuerda Carmen Blanco, presidenta de la Asociación Castellano Leonesa de Protocolo y persona muy ligada a la institución solidaria. «Fue precioso ver cómo la reina Sofía se dejaba tocar por todo el mundo».

La implicación de la sociedad vallisoletana con la Casa ha sido providencial y es la que ha permitido garantizar su continuidad, como destaca la historiadora Pilar Calvo. Aparte de las pequeñas aportaciones particulares, la Casa ha recibido al menos tres grandes espaldarazos económicos por la vía de las donaciones testamentarias. La primera, con el legado de Esteban Guerra, que fue decisivo para su supervivencia en la segunda mitad del siglo XIX. Más tarde, el de Esperanza Gabaldá, que encarga en su testamento a la asociación la creación de la Fundación Asilo Nuestra Señora del Carmen, para niñas necesitadas, y que, lógicamente, aporta recursos para tal fin. Y, finalmente, Celestina Calleja, que dota patrimonialmente a la que será la Fundación Escuela de Santa Florentina, que se fundirá con los otros proyectos escolares de la institución hasta confluir en el actual colegio de La Milagrosa y Santa Florentina. Dado que el centro es concertado, la mayor parte de los fondos proceden hoy de la Junta de Castilla y León, pero la Fundación aporta lo que los recursos públicos no alcanzan a cubrir y financia, además, algunas actividades especiales, como el viaje fin de curso.

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Hoy la asociación cuenta con 117 socios que, aunque pueda sorprender, no pagan cuota. «Hasta ahora nos ha ido muy bien confiando en la generosidad de las personas», explica Ignacio Serrano. Y la historia de la institución parece darle la razón.

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