No cabía un alfiler en la playa de las Moreras
La afluencia de miles de bañistas obligó a ampliar la «caseta de baños» en 1953 y todo el recinto en 1964, año en que fue elogiada por la prensa americana
«Aunque se ha venido repitiendo que la playa de Castilla es Santander, Valladolid ha encontrado en su pequeño río la fórmula del veraneo cómodo y económico». Era agosto de 1954, justo un año después de la flamante inauguración de las nuevas «casas de baños» de la Playa de las Moreras, conocida aún como «Playa del Batán». El Norte de Castilla mostraba en portada la fotografía en la que Cacho inmortalizaba a los miles, sí, miles de bañistas que atestaban en aquellos días la playa del Pisuerga. Ya entonces, el cronista de este periódico pedía a los poderes municipales que ampliaran al recinto y lo llenaran con mayores cantidades de arena.
Y eso que bastante se había avanzado desde que en 1951, por iniciativa del alcalde José González Regueral, se hizo realidad la ansiada playa, situada inicialmente entre las antiguas piscinas y la presa del Batán. Tan limitadas como el espacio disponible eran las primeras casas de baños, reducidas, como bien ha escrito José Miguel Ortega, a seis cabinas para señoras, otras tantas para caballeros, aseos, guardarropa y botiquín.
De ahí la ampliación inaugurada el 14 de agosto de 1953, hace ahora 65 años, bendecida por el párroco de San Nicolás. Situadas en el paseo bajo, entre las Piscinas y «La Chopera», las nuevas casas de baños disponían de cabinas individuales y vestuarios generales, varias duchas, bañeras de agua caliente, retretes, taquillas, guardarropa, lavadero, botiquín y bar. Una fotografía antigua, rescatada para este periódico por Antonio Hernández Higuera, mostraba cómo era aquel amplio edificio, adornado incluso con pérgolas laterales procedentes de la Acera de Recoletos.

Divididas en secciones de señoras y caballeros, constaban de 38 armarios, 24 cabinas individuales, asiento de azulejos, lavabos, lavapiés y pequeñas perchas. El concesionario, Benito Valdés Iglesias, cobraba una peseta por alquilar los trajes de baño, otra por los albornoces y las sombrillas, 1,50 pesetas por los toldos y por la cabina individual con servicio de toalla, 50 céntimos por las «corcheras salvavidas» y por una cabina general, y 25 céntimos por las toallas. Los menores de 12 años, acompañados siempre por una persona mayor, disfrutaban gratis del servicio.
Además, Benito Valdés tenía permiso para servir bocadillos, meriendas y bebidas en la terraza que remataba la parte central. Entrevistado en 1957, este vecino de Fuente del Sol ya demandaba una ampliación del recinto, abarrotado de bañistas desde principios del mes de junio, especialmente entre las doce de la mañana y las tres de la tarde. El horario, por cierto, era de diez de la mañana a nueve y media de la noche. Unos indicadores de profundidad, anclados a la superficie, señalaban el lugar acotado para el baño, por el cual tampoco podían pasar las barcas.
Eran tiempos en los que el ocio de la población habría de regirse por las estrictas reglas de moralidad que imponía el poder religioso, tan estrechamente unido entonces al poder civil. De ahí que entre las normas a seguir, publicadas puntualmente por el Ayuntamiento, figuraran la prohibición de llevar trajes de baños «indecorosos» y la persecución de las «faltas de corrección y contra la moral». Los infractores eran apercibidos por la autoridad y se les imponía una multa. También estaba prohibido vestirse y desnudarse fuera de la caseta, en barcos y en la zona comprendida entre el Puente Mayor y el Puente Colgante, merendar en la playa y bajar en bicicleta. Agentes de la policía municipal, a los que luego se sumó un vigilante, eran los encargados de mantener el orden.
Mirones
Todavía en julio de 1965, el cronista de este periódico insistía en la necesidad de mantener las buenas costumbres morales y evitar la presencia de mirones: «Hay que ver entre todos la manera de que a la playa se vaya a bañarse o para acompañar a los niños que se bañan, pero de ningún modo a observar con una insistencia obsesiva y molesta a las bañistas».
La afluencia de vallisoletanos, pero también de turistas extranjeros –franceses y alemanes, señalaba este periódico a principios de los 60- obligó a ampliar las casetas y suscitó contantes peticiones a favor de la ampliación del recinto, más arena y una mejora sustancial tanto de los accesos como de las zonas colindantes. El Norte de Castilla se sumó a las demandas con reportajes que instaban a las autoridades a arreglar la fuente de agua potable, limpiar las orillas de piedras y cascotes, adecentar la antigua chopera convertida en aparcamiento y hacer otro tanto con la pradera situada en la parte derecha.

La ampliación y mejora del recinto se hizo realidad en junio de 1964, con Santiago López González al frente del Consistorio. Con 6.000 metros cuadrados de superficie, la «nueva Playa» se separaba de la chopera y de la zona ajardinada por unos escalones de piedra «que ofrecen un acceso cómo y rápido», se felicitaba El Norte. Se instalaron casetas metálicas, más reducidas que las anteriores pero también más modernas, duchas junto al muro de cierre de la zona derecha y un muro paralelo al río, a tres metros de la orilla, para que no sobrepasara el nivel de arena y para contenerla debido al desnivel de la zona.
La tan ansiada arena se consiguió a base de 18 camiones que hicieron 600 viajes desde Puente Duero hasta las Moreras. Además, se retiraron 13.000 metros cúbicos de escombros. El aspecto de la nueva playa, repleta de turistas, resultó tan espectacular que hasta 'El Universal' de Méjico le dedicó una fotografía, tres columnas y un elogioso pie de foto en noviembre de 1964. Poco después se fichó a Antonio Herrero Obispo, presidente de la Federación de Socorrismo, y a un grupo de estudiantes para preservar la seguridad de los bañistas, especialmente en el Batán y en la zona donde la playa se unía con las piscinas. También se instalaron un nuevo edificio para el botiquín y una torreta de vigilancia.
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