
Fernando Pessoa La mirada plural sobre la vida
Fernando Pessoa tiene en sus poemas todo el olor incrédulo de Lisboa: se reconoce en ella el vivir en un sueño
JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS
Sábado, 5 de junio 2010, 02:29
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I
He caminado por las calles de Lisboa intentado comprender el ritmo de una ciudad blanca (ahora recuerdo aquella película que nos presentaba la mirada transparente de esta ciudad en planos cálidos) y he recorrido las calles esperanzado con encontrarme las huellas de Pessoa. Es cierto que vive oculto, que se esconde en las esquinas, que apenas hay recodos donde se asoman sus ojos, vislumbrando ese mundo tan peculiar y tan poderoso, tan diverso y tan lúcido.
Fernando Pessoa tiene en sus poemas todo el olor incrédulo de esta ciudad: se reconoce en ella la peculiaridad de un vivir en el sueño entre la niebla frenética de un paraíso misterioso, en el paisaje de la fragancia sutil de los días lentos, caminando hacia el mirador de la luz, hacia la torre de las palomas. No hay en Lisboa ninguna orilla desde donde ascender hasta la calma del vuelo, desde donde contemplar el corazón del agua quieta de la memoria. Toda ella es un sonámbulo pasar, una inquietud, un dibujo de huellas cercanas, un ir hacia la tarde. Ahora está el agua más azul que nunca, quizás porque es el espejo de un cielo de cristal, tal vez porque las alas de los pájaros sólo saben pintar círculos de soledades, círculos donde un punto de impunidad abre los ingenuos caminos a la noche.
II
En el café no hay nadie. Hoy, a esta hora, aún no se escucha el trasiego de los habitantes, de las personas que acostumbran a romper el silencio tibio de este lugar. Afuera, ensombrecido en el bronce, Pessoa nos recuerda las páginas escritas, las horas solitarias, el secreto pasar de su vida gris. 'El libro del desasosiego' se levanta página a página, rutina a rutina, dolor a dolor. Entre sus ocultos destellos se encuentra la reflexión de un hombre en un tiempo, la memoria amarga del olvido, el sudor de un trabajo aburrido en las marismas del cansancio: un hombre gime y otro, desesperado, se enturbia en el tedio de la existencia. Bernardo Soares escribe lentamente en su retiro, en su prisión de fruta, en su caos desnudo y plácido cuando nadie le observa. Va levantando el día entre brumas candentes. «Observo como quien medita. Veo como quien piensa» y así Lisboa se deshace en un calidoscópico universo de seres distintos en la múltiple realidad ensoñada a la que nos tiene siempre acostumbrados Fernando Pessoa. Ternura de cristal. Humo de luz de atardecer. Lejos el agua se tranquiliza en sus diques azules. El puente atraviesa los ojos de Lisboa, los muros de Lisboa, el pensamiento gris de los habitantes oscuros de una Lisboa detenida en el tiempo. «Si yo un día pudiera adquirir un grado tan alto de expresión que concentrara todo el arte en mí, escribiría una apoteosis del sueño», y en esa apoteosis vives desde entonces, desde el caudal milagroso del poema. La aventura de acercarse a Fernando Pessoa es siempre intensa, como un ascenso a la cumbre lejana y prohibida. Nos sentimos llenos de su fuerza, nos acomodamos en sus palabras con la misma verdad, somos partícipes de una experiencia de doloroso goce. Y todo ello tamizado por el ritmo frenético de su alma, por la precipitada cordura de su sentir. Somos Ricardo Reis o Álvaro de Campos, o tal vez Pessoa-Pessoa. Depende de nuestro corazón, de nuestro impulso. El poeta sabe cómo derramarse en cada uno de nosotros con el agua de su absoluto, con la líquida penumbra de su dolor. Con el preludio leve de sus sueños.
III
Ser uno en cada persona. Y vivir con la diversidad, existir en lo único y convivir con quienes te invaden y sienten el tiempo como un universo de miradas distintas. Contemplar la vida hasta descubrir el difícil laberinto de sus leyes secretas. Y todo ello volcarlo en un código donde las leyes de lo esencial son un reflejo de lo universal, inmersos en el sentir poético, en el descubrimiento de las cosas secretas. Sólo desde la altura de su mirada se divisa un mundo como el que él nos dibuja. La poesía abre la senda por donde perderse, abre los recovecos de lo cotidiano. Sólo así podrá seguir viviendo quien se alimenta de lo improbable, quien sabe el conocimiento que se precisa para poder desenmascarar lo innecesario.
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IV
Llegas al puerto del corazón y naufragas. Nos invitas a pervivir y algo nos somete, como la intuición de los buscadores de oro. A eso me conduces. Y sin quererlo caminamos contigo, de la mano de una existencia de preguntas que nos pueden destruir si no las advertimos. La niebla de la tarde nos esconde su mirada, y lo intuimos. La niebla del silencio interior nos vocea con fuerza. Entonces nos asomamos al corazón para seguir viviendo.
V
Lisboa sigue oculta en su luz blanca. A esta hora desciende el rumor de la claridad. Fernando Pessoa se ha retirado ya. Contempla la calle desde donde se asoma hasta el pálpito de la ciudad. En el estanco de enfrente sigue la vida perpetrando senderos de inquietud en el alma del poeta, gestando preguntas sin respuesta. Lisboa sigue palideciendo más como una muchacha enferma de melancolía. Sobre su corazón crece un jardín de lágrimas, un laberinto de dudas. La ventana sigue cerrada como clausurando labios de silencios ilusorios. No se oye nada. En la calle vuelve a ver el rostro de una niña desenvolviendo su chocolatina, ajena a la contemplación del poeta. «El mundo es de quien nace para conquistarlo», para dar batalla al tiempo sin otra verdad que la que crece en tus palabras. Esteves, el hombre sin metafísica, ha salido del estanco. No queda nadie en la calle. Se oyen los pasos alejándose, como un repique de lágrimas, como un violín desnudo. El dueño del estanco sale y mira hacia los lados. Con una mano decidida cierra la puerta y baja la persiana. El chasquido se escucha como un cuchillo en el amanecer. Pessoa apaga la última luz de la sala.
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