Un pasillo al fresco
A pie por la garganta de Garganchón, en la Sierra de la Demanda
JAVIER PRIETO GALLEGO
Viernes, 30 de abril 2010, 03:04
A lo que se ve, el topónimo Garganchón, que nombra una pequeña pedanía cercana a Pradoluengo, deviene de la evolución léxica de 'gargantón', con lo que se da a entender que el desfiladero que tiene uno de sus extremos junto a esta localidad burgalesa, pareció siempre algo más que un mero pasillo entre praderas. Y aunque puede que en tamaño el aumentativo le venga algo grande, no es menos cierto que los atractivos del tal pasillo son muchos y variados.
Uno de los más llamativos es la constitución de las rocas de conglomerados terciarios por entre las que se abre paso el río Urbión. Tanto que casi resulta una rareza que los amantes de la escalada en roca saben apreciar como se merece, abriendo vías de variada dificultad en algunas de sus paredes. Las rocas de conglomerado, de origen sedimentario, son lo más parecido a un hormigón natural: una masa compacta solidificada y dura que envuelve en su interior cantos y piedras redondeadas procedentes de anteriores procesos erosivos.
El resultado, en este caso concreto, son kilómetros y kilómetros de paredes rocosas, desnudas de vegetación y formas redondeadas que parecen el resultado del vuelco de una hormigonera interplanetaria. O el desfiladero producido por un corte sin cuchillo en un guirlache de almendras y azúcar, también gigante. Porque este pasillo abierto casi en secreto por el río Urbión viene a estirarse unos cinco kilómetros entre la localidad de Garganchón y la granja de Arceredillo.
Sea como fuere, el caso es que este pasillo natural abierto por la cabezonería del Urbión alberga hoy en su interior un bullicioso y feraz bosque de ribera, apretado de chopos, fresnos y alisos que comparten sitio con pequeñas praderías en las que las vacas ven pasar al caminante como quien ve a un extraño por el pasillo de casa. En lo más profundo del cañón, cuando las paredes se aprietan y arriba apenas queda sitio para ver el cielo, da toda la sensación de haber penetrado en un territorio sagrado.
El inicio del paseo hay que buscarlo en el arranque de la carretera que va hacia Pradoluengo. Dejándola a un lado, basta tomar el camino que corre por la orilla izquierda del río. Los primeros metros discurren entre huertas y choperas hasta pasar junto a los restos de un viejo molino. Los siguientes setecientos lo hacen dejando a un costado la sucesión de verdes praderas y altos chopos tras las cuales se evidencia ya la naturaleza descarnada de las paredes de conglomerado que, en tiempo de lluvias, ejercen como auténticos toboganes por los que el agua resbala a placer sin nada que la entretenga.
Esa es una de las razones de que prácticamente todo el camino aparezca estos días convertido en fangal. La otra es que las vacas van y vienen por el mismo sendero tan despreocupadas de sus excrementos que a ratos es imposible esquivar a unas y otros. Por eso, a pesar de ser un camino trotón, se vuelve casi impracticable si no se acomete con el calzado adecuado.
El cañón empieza a convertirse en garganta tras pasar el puente de cemento que conduce ahora el paseo por la otra orilla. Se inicia entonces el tramo más apretado y hermoso. También el que brinda más oportunidades para disfrutar del canto de los pájaros, entre los que, quien sepa, tendrá oportunidad de identificar carboneros, trepadores azules, al verderón serrano o al escribano soteño. Algo más adelante se inicia también la sucesión de portillas -casi todas hechas de somieres desahuciados- que jalonan el camino hasta la granja y que habrá que dejar como se encuentren, a fin de que las vacas no cambien de sitio y lugar sin permiso de sus dueños.
El siguiente kilómetro y medio es un baile de curvas que discurre entre los pliegues más secretos del cañón hasta alcanzar un segundo puente y pasar de nuevo a la orilla izquierda. A partir de ese momento, el camino va despegando poco a poco del fondo rocoso para ganar perspectiva sobre el río. Y al mismo tiempo que la cobertura vegetal de un denso encinar gana la partida a la desnudez de las rocas de los kilómetros anteriores, el cañón va ensanchando sus límites hasta dejar espacio para las amplias y verdes praderas que anteceden la llegada a la granja. Después de tan titánico esfuerzo -no es fácil tallar un turrón de esas dimensiones-, tampoco al Urbión le queda mucho por hacer: un par de kilómetros más adelante va a fundirse con el río Tirón, que es afluente del Ebro.
info@javierprietogallego.com
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