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Un turista fotografía el campo soriano desde la fortaleza de Gormaz

Por la ruta de El Cid desde San Esteban de Gormaz

Un heredero vascocalifa, la capital mundial del torrezno, el caimán de fray Tomás y la «energía» de Pío García Escudero. Lo que Berlanga se dejó por filmar

icíar ochoa de oleano

Jueves, 4 de agosto 2016, 17:18

En una hipotética segunda o decimoquinta vida, quiero ser centinela en Gormaz. Y enlazar con mis pies todos los puntos cardinales a través de su paso de ronda para atracarme de cielo y campo. Y memorizar cada silo, matorral o risco de su colosal panorámica. Y sentirme el Cid o Al-Haquem II, el cordobés pelirrojo, ojos negros y nariz aquilina, que allá por finales del siglo X levantó y habitó la fortaleza califal más fabulosa de Europa, al tiempo que abría escuelas gratuitas para alfabetizar a los pobres y concebía a su heredero con una concubina de origen vasconavarro. Me asomo a Soria por el norte y, entre bosques de pinos, me parece avistar la noria del muelle de Brighton. Salgo al encuentro del sur a través de un arco de herradura y, más allá del mosaico irregular que forman las tierras de barbecho, los campos de avena rubio platino, las parcelas verde pajizo de la cebada y los trigales ocres, toco con las pupilas los destellos del faro de Melilla, frente al mar de Alborán.

Detrás de la muralla islámica de 1.200 metros que corona el cerro, las flores púrpuras de la alfalfa y las correhuelas blancas abrazan las ruinas del aljibe y de la alberca. No quiero dejar Gormaz ni la sensación de plácida omnipotencia que inocula. Por mucho que engorde. La capital mundial del torrezno emerge rotunda a tiro de piedra del alcázar musulmán. Se trate o no de una alevosa peineta cristiana, hasta 8.000 visitantes atrae cada año El Burgo de Osma con sus jornadas ritogastronómicas de la matanza, cuando abre doce cochinos en canal para descuartizarlos en impura y sabrosa herejía cárnica. Curiosa ironía que, quebrada su tradicional industria del mueble, la señorial localidad que dio a luz al particular Campeador de Marbella, Jesús Gil, sobreviva a la crisis con la cría y embolsado de lechugas y endivias, y con el cultivo de manzanas. En la cercana finca de La Rasa, la mayor de todo el Viejo Continente, dos millones de árboles proporcionan noventa millones de frutas en cinco variedades. Recogerlas requiere de cuatrocientos pares de brazos. Si un par de Golden invalidaran una ración de torreznos sería el Shangri-La castellano.

Tal vez lo encuentre en Berlanga de Duero. Ese nombre suena prometedor. Perdido aún en el horizonte, nos dirigimos hasta allá para unirnos a la expedición de las once y media a la colegiata de Santa María del Mercado. La trabajadora de la oficina de turismo abre el portón y se dispone a colocar en la entrada una mesa con el cartel de Entrada: 2 euros para la conservación del edificio. Para entonces, María Jesús, una berlanguesa octogenaria, y su carro rojo de la compra ya están en el interior con un grupo de turistas a la espalda. Se anuncia en Internet como guía del templo a cambio de la voluntad y siempre acaba llevándose el lagarto al agua. «Aquí mando yo», zanja la susodicha. Temo que saque la escopeta nacional, pero se limita a recitar una letanía monocorde sobre el crucero, el retablo y el caimán disecado de cuatro metros de largo que, mandíbula abajo, cuelga de la pared. «Data del siglo XVI», afirma con el ceño fruncido. Resulta que lo llevó de recuerdo fray Tomás de Berlanga, un dominico que evangelizó y estimuló la agricultura en México, Panamá, Perú y Chile, y que en su trajín mandó que le pusieran un cocodrilo vivo para llevar y, de paso, descubrió las Islas Galápagos. Su pueblo le honra con una estatua. A sus pies, una tortuga y un reptil.

Si el conflicto de competencias entre la guía no oficial de la colegiata y el Consistorio del pueblo está que arde, la reciente restauración de la cabeza del bicho por parte de un autóctono ha incendiado los corrillos. Según algunos vecinos, muchos, el lagarto se parece ahora al Ecce Homo de Borja. Los herederos de la confitería El Torero, unos gemelos con un aire a Garfunkel, no opinan sobre la polémica. Carlos y Jesús se limitan a hacer y despachar las pastas de té con forma de caimán que su padre, Anastasio, un aficionado de pro a los ruedos, alumbró en los ochenta. Unos portales más allá, en la misma plaza mayor, el Ayuntamiento evoca con una placa al Cid Campeador, «primer señor y alcalde de la villa que generosamente acogió a sus hijas en su viaje a Valencia». Vamos bien, me digo.

Raimunda sale a su balcón con persiana de rulo y dos geranios, en un primero de la calle Matadero. Vino a casarse desde Ciruelo, el pueblo contiguo. Le echamos setentaitantos. «91», sonríe. «La ciudad envejece», media Ramos Romero, una berlanguesa de vuelta a casa tras repartir cartas, facturas y propaganda por los buzones de Barcelona durante tres décadas. «Aquí no hay coches, ni semáforos. Viven con más tranquilidad. Lo único que falta es más gente», reclama la cartera jubilada. Con 40.000 habitantes y las bujías de los tractores como principal motor económico, la provincia más despoblada de España aspira a captar nutrientes del turismo. En especial, del madrileño. Hasta ha adaptado su calendario festivo al de la comunidad central para camelarlo.

De seducir sabe un rato largo Carlos de Pablo, artista de la caza y de las setas, maestro de los fogones de Castilla y León. Desde su atelier en Casa Vallecas, despliega su magia para deslumbrarnos con su lomo de sardina ahumada, tierras, helado de trufa y caviar de codium o su foie-boniato y cigalas con caramelo de muscovado y regaliz. Después de rebozarme en el cielo, como si tocara ir rodando a Tombuctú.

Con Picasso a Atienza

Bastante más lejos hay que acudir para recrearse con los frescos de la ermita de San Baudelio de Berlanga, amputados a primeros del siglo pasado para su exhibición en Nueva York y en El Prado. Aun así, la expoliada capilla sixtina del arte mozárabe se presenta como un delicado y fresco oasis en la estepa soriana. «Es como la casa del moro, por fuera nada, por dentro todo», nos saluda Miguel Ángel, que cada día cubre cuarenta kilómetros desde su pueblo para mostrarla por 850 euros al mes, «trienios y festivos aparte». «Sentaos y sentid su energía», invita a cada excursionista, lo mismo sea un grupo de estudiantes estadounidenses que Pío García Escudero, excelentísimo presidente del Senado, y señora.

Ionizadas, enfilamos la carretera SO-152 en dirección a Atienza. Por la ventanilla izquierda los veo. Están ahí. Acechándonos. Una, dos, hasta tres atalayas islámicas dejamos atrás. En medio del asfalto, bajo un sol incandescente, una cuadrilla de tres hombres con bronceado torrefacto renueva el firme a capas, como una tarta de gravilla y alquitrán. «Aquí se hacen las cosas a la antigua. No hay dinero», se encoge de hombros un vecino de los 65 que quedan en Caltojar, la mayor pinacoteca al aire libre dedicada a Picasso. Resulta que en el verano del 81, cuando se cumplía el centenario del nacimiento del malagueño universal, se les ocurrió homenajearle y pintaron su travesía con lo mejor de su legado. Ahora, cincuenta picassos dicen hola y adiós a los automovilistas. Hasta su último hálito, Soria desarma.

Penetramos en Guadalajara por un puesto de avanzada musulmán. Si el Titanic hubiera sido un pueblo, se llamaría Atienza. Imbatible por fuera, distinguida por dentro. A casi 1.200 metros de altura, atracada en un cerro de rocas calizas, ha sobrevivido a Abderramán III, a Almazor y al general Galib. Al timón de la formidable nave, Agustín González, 53 años de ministerio sacerdotal entregados a reconfortar almas, salvaguardar los restos del esplendor perdido y recopilar miles de fósiles marinos, pruebas irrefutables de que una vez el Mediterráneo también cabalgó por allí.

Los últimos rayos del sol pintan de naranja escarlata el robusto castillo de Sigüenza. En mi puño, la espina petrificada de un erizo del Cretácico. No quiero soñar con caimanes, torreznos, señores de la guerra o naufragios. Solo con hacer la ronda en Gormaz.

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