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El bar que abrió Evangelino Montesinos en 1944 en la ciudad a la que emigró desde los montes de Viveiro (Lugo) buscando un futuro mejor ante la pobreza de la posguerra ha adquirido tras ocho décadas la identidad de su fundador: valentía y trabajo. El Gallego, su apodo, cierra mañana, 31 de diciembre, tras 80 años, un tiempo en el que pasó de ser el reducto de una boyante estación de tren al punto de encuentro vecinal. «Quiero lo mejor para ti, pero no quiero que te vayas, nos haces polvo, nos abandonas». Es el mensaje que lleva días recibiendo Emilio Sevillano, el nieto, que ha tenido suficiente con 40 años detrás de la barra. «Tengo sensaciones contradictorias. Lo quiero dejar, pero lo voy a echar de menos».
El efecto llamada de los gallegos emigrantes llegó a Evangelino a Segovia con su esposa y dos hijos en 1940, mientras sus hermanos se fueron a Valencia, pues en aquella aldea ya no quedaba sustento. Tras cuatro años como mampostero, le ofrecieron el negocio, pues eso de servir le gustaba. «Tenía un carromato y cuando había alguna romería lo cogía, metía bebida y comida y se iba por las fiestas vendiendo. Lo de ser tabernero le iba de serie», recuerda Emilio. Un edificio viejo con una barra que no llegaba a los dos metros y que ya había funcionado antes de la guerra como taberna, que ocupaba la parte delantera del inmueble, mientras la trasera era una vivienda con tres habitaciones, una cocina y un baño.
El Gallego contaba a sus nietos lo duro que fue resistir en lo peor de la dictadura, con una especie de sellos del Gobierno Civil cuyo pago negociaban con los clientes. «Tenía que inventarse sus historias para que se tomaran dos y lo pagaba él. Les molían a impuestos, les costó mucho salir adelante». Tanto caló el nombre del bar que muchos clientes no sabían ni su nombre. La estación tenía por entonces a 400 trabajadores porque todo el transporte de mercancías llegaba en tren: desde las cartas al pienso del ganado. Suficiente sustento para cuatro bares: además del Sol Cristina, que sobrevive justo al lado, estaban el Talgo y el Asun.
Un tren marcaba el toque de queda de Emilio cuando era niño: el Correo de Santander. Llegaba a Segovia de medianoche desde Medina del Campo y luego ponía rumbo a Cantabria. «Era un tren enorme y paraba aquí tres cuartos de hora. En verano, nos dejaban salir hasta que se iba, a la una menos cuarto todos los niños a casa. Venía mucha gente a dar un paseo con la excusa de ver el tren, había mucha vida en el barrio». Ya entonces el Gallego había sumado otro apodo, pues lo llevaba 'La Olga', la madre de Emilio. Ella empezó en otro local, el Sevi, detrás del actual bar El Norte, hasta que enviudó cuando él tenía tres años. Aquel drama la llevó de vuelta a casa y puso al frente la segunda generación.
No solo heredó el bar, sino la valentía. «Una mujer bajita, con mucho carácter, pero todo corazón». Anécdotas como la amiga que comía uno de sus boquerones en vinagre, se relamía y antes de que se diera cuenta tenía un platito delante. «Siempre estaba dando cosas a la gente». Se volvió a casar, pero el bar lo llevaba ella, con la ayuda de una vecina en la cocina. «No sé cómo, pero ella se hacía todo». Abrir a las siete, dar anís y aguardiente –se vendían en garrafas–, cocinaba una veintena de menús para los obreros mientras despachaba y los servía. «Me quejo yo de horas cuando tenemos todas las comodidades... Es que no había lavavajillas y tenía los vasos más limpios… que daba gusto. Yo he sido sacrificado, pero no hubiese aguantado lo de mi madre. Era de otra pasta. Como ella imagino que muchos taberneros de Segovia». Y sin días de descanso. «¿Cómo vamos a cerrar? Los clientes se van a ir a otro sitio».
Lo hicieron Emilio y Luis, los hermanos de la tercera generación: el domingo. «Empezamos a innovar». Como una barra de acero inoxidable o ganar espacio al local con la vivienda. Aunque lamenta un error, deshacerse de unas preciosas mesas de mármol y hierro fundido porque no eran modernas. Tras años de trabajo, compraron el local en 1993 y echaron el órdago de cerrar dos años y remodelarlo para abrir de nuevo en 2006. Sumando el comedor de la planta de arriba, tiene ahora unos 170 metros cuadrados, el triple que su abuelo. Siguieron juntos hasta 2012, cuando Emilio se quedó al frente mientras Luis abría El Caballo Blanco, un bar vecino. «El alma del Gallego somos los dos. Conocíamos la hostelería, sabíamos que podíamos abarcar mucho más. Aire acondicionado, una cocina espectacular».
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El bar de la estación se convirtió en un bar de vecinos. «Es el centro de reunión de los amigos, gracias de eso hemos seguido adelante. Tengo gente de los 70 y jovencitos que están a gusto. Entrar, el camarero sabe lo que quieres, habla contigo». Porque a Emilio le sigue motivando descubrirlo. «Esto es genética pura, yo he nacido en un bar, con ocho años alcanzaba los vasos a mi madre». Por eso echa unas 12 horas diarias, más de 70 a la semana, tirando por lo bajo, desde que suena el despertador, a las 5:40. «Me gusta estar con la gente, pero te saturas físicamente. Como estás cansado no tienes la misma alegría».
Y por eso lo deja. «Prefiero irme ahora, que estoy bien. Tengo 59, es la edad justa para disfrutar un poco porque si espero hasta los 65 estaré fastidiado, seguro». Es buen lector, andariego y quizás vuelva a correr. Ha sido una decisión meditada. «Llevo todo el año diciendo, ¿y si lo dejo?». Se lanzó después de un verano duro. Informó en noviembre a sus empleados, «un equipo de trabajo cojonudo» con dos cocineros y camareros a los que llama orgulloso amigos, para después decirlo «poco a poco» antes de poner un cartel hace dos semanas. El local está en venta. «Me gustaría que siguiese, más que nada por la gente del barrio. Pero en la hostelería falta mucho espíritu de sacrificio. La gente quiere librar sábados y domingo porque es calidad de vida. Y yo lo entiendo. Pero si quieres algo en la vida, tendrás que lucharlo».
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