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ESCRITOR Y PERIODISTA

La corrupción como costumbre

JUAN VILLACORTA

Lunes, 29 de septiembre 2008, 03:57

M ás allá de los informes sobre la corrupción en el mundo y en España, los ciudadanos tienen en las urnas y en la acción social el arma más poderosa para combatirla cundo el estamento político es incapaz de hacerlo o se convierte en su socio y cómplice. La corrupción no es difícil de percibir pues se presenta como una forma de violencia, como un insulto. La corrupción es la imposibilidad de vincular el poder al valor, es un deseo de muerte del individuo social. Cuando el capitalismo pierde su relación con el valor se manifiesta como corrupción. Corrupción es el ejercicio puro de la autoridad que omite voluntariamente cualquier referencia al corazón del ser social. La corrupción desgarra las comunidades, pervierte y destruye el desarrollo del bien común. Tal vez tengan razón Montesquieu y Gibbon al señalar que cuando las diferentes formas de gobierno no se asientan firmemente en la república, se pone en marcha inevitablemente el ciclo de corrupción y la comunidad se desgarra.

Las cifras estadísticas no son tan importantes como el inocultable hecho de que en España existe más corrupción de la que creemos, pero no me refiero a una España abstracta, simbólica y fantasmal (como aquella unidad de destino en lo universal pregonada por alguien en el pasado), sino en cualquier rincón concreto de España, que bien podría ser nuestra región, provincia o ciudad.

La corrupción es costumbre que se parasita en terreno político, crece en las sombras de los despachos y extiende su acción a la sociedad como inductora del falso crecimiento económico. La práctica de un comportamiento corrupto no suele aflorar durante el primer mandato de los políticos al frente de las instituciones -todos ellos prometen y se prometen ser honestos cuando acceden al poder, necesitan creérselo y sobre todo hacerlo creer a quienes les han votado y a quienes no-. La corrupción acostumbra a irrumpir, al principio con cierta timidez y después con creciente desparpajo y osadía, durante el segundo mandato, que es el tiempo de los almendros en flor, el tiempo del absoluto control del funcionamiento de las instituciones. También responde la corrupción a una forma de escapismo de la inminente decadencia; cuando se acaban las ideas y los proyectos sólo queda aquello de 'toma el dinero y corre'.

El ciudadano tiene que saber que el corrupto puede construir la casa de al lado, o ser aquél que exalta la sociedad del bienestar, o el que vende proyectos sociales a todas horas, o tal vez quien inventa la necesidad de infraestructuras. El ciudadano intuye que en cada amanecer la corrupción puede aparecer de improviso donde menos se espere, por eso el ciudadano, el funcionario, el político honrado, han de estar hoy más atentos que nunca y no fiarse de quienes se presentan como Mesías de la honestidad. Kafka escribió el aforismo, «el Mesías no vendrá hasta que ya no sea necesario».

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