Superviviente
Francisco Cantalapiedra recuerda su infancia en la Cuesta de la Maruquesa, donde nació
Como nunca me importó reconocerlo, he contado muchas veces que nací en la Cuesta de la Maruquesa. Si mi madre no me engañó (cosa muy improbable porque no tenía sentido que lo hiciera), me parió en el número uno de la calle Peninsular con la ayuda de la señora Ana, una partera aficionada que trajo al mundo a bastantes chiquillos. En ese sitio viví los primeros dieciséis o diecisiete años de mi vida, sin agua corriente y con la luz enganchada de manera ilegal para poder iluminar, a duras penas y con dos bombillas de 40 vatios, las únicas habitaciones que teníamos: la 'alcoba matrimonial' y la cocina, donde dormía un servidor. En mi casa, que ni siquiera era propia sino de alquiler, si querías beber agua o fregar los cacharros tenías que bajar a la fuente a llenar un cántaro o una herrada; y si querías cagar, o lo hacías en el colegio o en el muladar que había a menos de cien metros.
Fue en La Cuesta dónde aprendí a robar almendrucos en la finca del Señor Ogro, a manejar el carburo, a jugar 'a bomba' y a hacer canteas con los del barrio de la Victoria, actividades que no necesitaban dinero para ser practicadas. Siendo sincero, puedo asegurar que no tenía envidia de nadie, entre otras razones porque todos mis colegas eran igual de tiñosos y desarrapados. Evidentemente, había excepciones, como Tere y Trini, las hijas de la dueña de la única tienda de comestibles del barrio; o el señor Gregorio, encargado del depósito de agua; o Pepe el Papelero, que voceaba El Norte de Castilla; o Cunino, el boxeador; o los hermanos carniceros que llegaron a toreros. En mi retina tengo clavada la escena el coche que subió a la Maruquesa para recoger, vestido de luces, al maestro Pablo Yuste.
Casi todas las viviendas de aquella barriada estaban siempre amenazadas por los aguaceros y los desprendimientos del terreno que solían producirse por su culpa. Uno de los más dañinos obligó a las autoridades a realojar a decenas de vecinos en la Plaza Porticada del barrio de Girón, y a mi familia en el Grupo 29 de Octubre, recién construido en los Pajarillos Bajos.
Allí acabó mi relación con la Cuesta de la Maruquesa, aunque mi cabeza está llena de recuerdos de esa primera etapa de la vida. Son tantos los que atesoro que mi señora está convencida de que debería escribir «la novela de mi vida», aunque creo que lo mejor que puedo hacer es darme cada día un homenaje. No como escritor, sino como superviviente.
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