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El catedrático Celso Almiuña y el autor del libro, el periodista José María Ortega, hojean un ejemplar del libro.

Fondas, hostales y pensiones de lustre

Un libro repasa 400 años de historia de los lugares donde antaño descansaban los viajeros en Valladolid

Víctor Vela

Miércoles, 20 de enero 2016, 17:53

Cuenta el periodista José Miguel Ortega, en su libro Cuatro siglos de hospedaje en Valladolid, que los cocheros se quejaban de que la actual calle Correos era tan estrecha, pero tanto, que se les hacía muy difícil, pero mucho, maniobrar bien con el carro. Era una vía angosta (lo sigue siendo) que provocaba sudores en los conductores... aunque tenía una situación tan envidiable, tan cerquita del mercado, de la Plaza Mayor, que era muy demandada por los viajeros que llegaban a la ciudad. La vía que hoy es diana de comilonas y pinchos era, hace cuatro siglos, lugar de parada y fonda para los marchantes, peregrinos y paseantes que se acercaban por Valladolid. Era conocida, entonces, como la calle Empedrada y atesoraba algunos de los alojamientos más famosos de la época. Lo recuerda Ortega en este libro que es un repaso por los hostales, ventas y paradores que ha tenido la ciudad y que encuentra, en la calle Correos, uno de sus focos de atracción.

Aquí estaba, por ejemplo, el Caballo de Troya, la posada más emblemática de Valladolid, con una larga vida que se remonta a hace más de 400 años. Ortega remite al estudio de la historiadora María Antonia Fernández del Hoyo, quien recuerda que la casa fue construida por Paulo de Vega, un médico natural de Tordehumos, que se doctoró en la Universidad de Valladolid en 1566 y que falleció en 1614. La casa palacio ya existía, pues, en el siglo XVI, aunque no fue hasta el XVII cuando se convirtió en posada. Así, con el nombre de Caballo de Troya, figura en la relación de hospedajes en los caminos de postas. Y por esa razón, la posada poesía caballerías de refresco, un pozo de agua potable y un patio amplio para que pudieran acceder las diligencias, después de pelearse, es verdad, con la estrechez de la calle.

Esta ubicación en una ruta de postas hizo de Valladolid un nudo de enlace entre ciudades. Por aquí pasaban por ejemplo, las líneas de postas de Ariza, Burgos, Madrid, Lisboa o Sevilla; unos trayectos establecidos en tiempos de Felipe II, cuando «un solo caballo al galope podía cubrir al día entre 50 y 60 kilómetros». Así, para favorecer las comunicaciones «se llegó a un acuerdo con diferentes posadas y ventas el Caballo de Troya, en Valladolid, era una de ellas para que los jinetes tomasen un refresco de caballo y las diligencias cambiaran su tiro completo. En pocos minutos, podían reanudar su marcha», explica Ortega.

El Caballo de Troya se convirtió, por tanto, en nido de curiosos viajeros y punto para la venta de todo tipo de productos. Recuerda este libro, editado por Maxtor y con cuantiosas imágenes, que hay documentación de anuncios publicados con esta posada como sede para el negocio. Está, por ejemplo, ese aragonés que vendía árboles frutales, el riojano que quería colocarse como jornalero, el comerciante que intentaba desprenderse de una vaca bretona y de un plano en relieve de la Península Ibérica... o el huésped que pretendía comprar dentaduras postizas, aunque estuvieran rotas. Y todo ello, en una posada que pasó por las manos de La Vizcaína, de Niceto Fernández o de Feliciano Esteban El pelujo, a quien la Guardia Civil detuvo en 1897 «como autor del salvaje asesinato de Ángel García, cochero de la acaudalada familia de la Gándara».

El autor del libro, José Miguel Ortega, ha buceado en archivos y hemerotecas para reconstruir la historia de los principales hospedajes de Valladolid, y de sus variantes. Porque, desde un primer momento, el autor recuerda que habría que diferenciar entre posadas como el Caballo de Troya «que ofrecían comida, bebida y alojamiento, aunque a veces se admitía que el viajero cocinara su propia manduca» y otro tipo de alojamientos. Estaban, por ejemplo, las ventas, «en medio de los caminos o dentro de las poblaciones, donde solo existía la obligación de cobijar a los viajeros y sus caballerías». Y también los mesones, que disponían de comida, pero no siempre de alojamiento, normalmente emplazados en núcleos urbanos. En 1591, apunta Ortega, había en Valladolid 92 personas que vivían del hospedaje, además de las viudas que, para sobrevivir, se dedicaban a estos menesteres. Yen esa época, 25 mesones registrados. Algunos de ellos «de dudosa reputación» estaban precisamente en esta calle Empedrada (hoy Correos) donde brillaba el Caballo de Troya. Y además, frente a este establecimiento, existía un parador que convertía a esta céntrica vía en un lugar habitual de paso y mercadeo.

La Rinconada y Santa Ana

Otras zonas históricamente vinculadas al hospedaje fueron Esgueva, la plaza de la Rinconada y el eje María de Molina-plaza de Santa Ana. En la primera, en Esgueva, se instalaron «gran cantidad de posadas, tabernas y mesones (El Caballo, La Paloma, El Lucero)». En la última, la plaza de Santa Ana(en el número 3 y en el año 1832) se abrió el primer parador de la ciudad. Los paradores eran algo más grandes que las posadas y Ortega los define como los antecedentes de los hoteles. «Inicialmente se instalaban en las afueras de la ciudades para que una parte de su clientela y sus caballerías pudieran descansar antes de seguir viaje», explica el libro. Y también para eludir «los fielatos que cobraban arbitrios y tasas municipales por la entrada de mercancías para el consumo». El dueño de este primer parador (conocido como de Las Diligencias y ubicado en la esquina con María de Molina entonces Boarizay Zúñiga)era José Rojas, quien «se vanagloriaba de poseer la mejor residencia de viajeros en Valladolid y fuera de Valladolid». Allí ofrecía comida abundante servida por camareras «burgalesas, santanderinas y vascas», que también limpiaban las habitaciones. Pasado el tiempo, se convirtió en el París, el primer hotel que hubo en Valladolid. Otros paradores importantes fueron el del Peso (entre las actuales calles de Correos, El Peso y Los Molinos), los de la plaza de la Rinconada (Las Ánimas, La Cruz, El Ángel, Los Paños y Los Cepos) y el de La Alegría, desde la segunda mitad del siglo XIXen la actual Puente Colgante, en el tramo entre Arco de Ladrillo y el paseo de Zorrilla (cerró en 1977).

Pero volvamos a ese parador de Las Diligencias (también llamado Rojas, como su dueño) que luego fue hotel. Ortega vincula el nacimiento de los hoteles a la mejora de los transportes. «Los viajes dejaron de ser incómodos, inseguros y lentos. Así, el viaje ya no solo se acometía por obligación, sino que, en algunos casos, se hacía por devoción, por el mero placer de viajar. De ahí que se necesitaran alojamientos más cómodos. Y nacieron los hoteles. El primero fue el París. Estamos en Valladolid, año 1859. A esta ciudad de casi 50.000 habitantes llega Juan Bautista Borella, un hombre de 33 años, de origen suizo y cuya familia regentaba ya en Madrid el hotel de Francia. Borella alquiló el local del antiguo parador de las Diligencias y creó el hotel de París, que llegó a tener 14 empleados. Entre sus clientes: toreros, médicos (a veces simples curanderos) o los cómicos que actuaban en los teatros.

Durante años sería el único hotel de la ciudad. Después, en 1883, abrió sus puertas el hotel de France, en un edificio de nueva construcción en Teresa Gil. El dueño, Pedro Hourcade y Abbadie, era un francés que impuso al edificio un ambiente «refinado y exclusivo, con un piano en el vestíbulo para acompañar la lectura, el café o la tertulia de los huéspedes». Cuenta Ortega que cuando la actriz María Guerrero venía a actuar a Valladolid (en las fiestas de los años entre los siglos XIXy XX), alquilaba toda una planta del hotel de France (la tercera) para alojarse ella, su esposo y el resto de la compañía. También se hospedó aquí, en 1931, la artista Josephine Baker, quien actuó en el Lope de Vega. En 1938 cambió su nombre por el de hotel Fernando e Isabel, reconvertido años después en el actual colegio mayor Reyes Católicos.

El libro repasa la historia de otros hoteles, como el Sol (calle Santiago) o el Imperial, abierto el 14 de febrero de 1914, «tres meses antes de que llegara el teléfono a la ciudad», con cocina de buena fama y donde se alojaban, sobre todo, viajantes de comercio. También hay recuerdos para el Roma (1898), el Comercio (1900), el Castilla (calle Constitución, 1902), Español (Pasión, 1903) o Moderno (Plaza Mayor, 1907). Decenios después, el 12 de septiembre de 1943, abrió el hotel Conde Ansúrez, un establecimiento «de lujo, el más exclusivo de la ciudad», 75 habitaciones con entrada desde María de Molina, donde se alojaron Sofía Loren y Charlton Heston durante el rodaje de El Cid (1955). El hotel cerró en 1983.

Fondas y pensiones

Y junto al lujo de los mejores hoteles, la sencillez de las fondas, «donde la importancia de la comida prevalecía sobre el hospedaje». Algunas de las más famosas eran El Siglo (María de Molina), El Comercio y la de Antonino de Andrés (ambas en la Acera de Recoletos). Y parecidas a las fondas, las pensiones, un «producto del siglo XX», que «ocupaba uno o dos pisos unidos de un edificio en el que había viviendas particulares, ajenas al hospedaje». Ejemplos de pensiones son la Moderna (María de Molina) o Covadonga (Leopoldo Cano, 28), abierta en 1923 por Ambrosio Soto de la Rosa, recuerda Ortega en un libro repleto de curiosidades sobre los negocios que durante 400 años han ofrecido almohada a los viajeros que se alojaron en Valladolid.

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