MARÍA DOLORES ALONSO
Viernes, 8 de mayo 2009, 03:07
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Los pupitres de mi colegio tenían un agujero en el centro para encajar el tintero, que era como esos ceniceros de loza blanca que llevan un dedo de agua en el fondo, pero diez veces más pequeño y con tinta Pelikan en sus entrañas. En las hendiduras de la circunferencia exterior, en lugar de cigarros se apoyaban los palilleros, una especie de lápiz algo cónico y sin mina, con una ranura en el círculo inferior, donde se encajaba el plumín para sumergirlo en la tinta. Con estas herramientas, uno pasaba de garabatear en las caligrafías Rubio a escribir de verdad, el rasgo un poco quebrado, como la voz en los tangos.
Así empezaba para muchos una historia de amor con las palabras, que en el caso de los más inspirados cuajaba en hermosos libros. Por eso, hoy me ha gustado encontrarme con el tintero y la pluma de la Plaza de la Universidad, que señalan a Valladolid como hito del Camino de la Lengua.
Pero mejor me ha parecido la noticia de que el depósito de locomotoras se convertirá en la biblioteca más grande de la ciudad. Allí, el aliento de Zorrilla, Guillén, Rosa Chacel, Delibes, Martín Garzo o Rubén Abella contagiará a nuevos caminantes de la lengua, del mismo modo que la vieja estación de trenes de Orsay se ha transfigurado en París en mensajera incomparable del impresionismo.
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