
j. cuadrado
Viernes, 15 de enero 2021, 07:27
Isidrito, hijo de Isidro, llegó veinteañero a Valladolid, directamente desde Castroverde a la cadena de montaje de la Fasa. Antes, aprendía a arar con un ... tractor nuevo, un Barreiros rojo, resplandeciente en la memoria de mi infancia. A él, le habían enseñado de niño a abrir surcos rectos con una pareja de mulas, y no era fácil adaptarse a la nueva técnica. En ese cambio se gestó el percance que, en el tren burra, le empujó hacia la ciudad.
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Al acometer un pequeño teso cuesta arriba, como siempre había hecho con el tiro de mulas, el Barreiros se dio la vuelta –entornó, como se habría dicho entonces, igual que un carro-. La agilidad y buenos reflejos de mi tío Isidro le salvaron, gracias a un salto de liebre en apuros. Y pudo ver de la que se había librado, mientras el tractor rodaba deshaciéndose ladera abajo.
Asustado, no paró hasta dar con sus huesos en la pequeña estación –yo la recuerdo enorme- que se encontraba en el barrio de La Victoria, uno de los que crecería con miles de jóvenes que, como él, aprendieron que, en aquellos años 60, también «el aire de la ciudad libera». El abuelo Isidro le envió mensajes para pedirle que volviera, pero no volvió.
Como tantos, atado a la dura cadena de producción, contribuyó a hacer crecer la productividad de un país que salía de las penumbras, y de décadas de miseria. Allí se forjó en la solidaridad de compañeros que buscaban a bocados un aire propio de gente libre. Miles de faseros, con muchos otros trabajadores que invadieron Valladolid, crearon una ciudad nueva. La misma que hoy no parece tener claro por dónde tirar. Ellos cumplieron.
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Cuando mi tío más admirado –tan alegre, tan gestero, y tan vital- volvió al pueblo, lo hizo con su reluciente R-8 blanco, que yo recuerdo como cosa de milagro. Lo aparcó en el juego de pelota, junto a la puerta de la casa del abuelo, y entró en la cocina exhibiendo sus armas de seductor imbatible. Después, pasó a ser uno de tantos –turistas, les decían- que normalizaron la relación con el pueblo, en días de caza, vaquillas de la fiesta, ayuda en las labores del verano, o emocionantes mañanas frías de matanza. Unieron ciudades y pueblos con una normalidad que no supieron ver cientos de académicos.
Muchos años después, un desgraciado 26 de diciembre, con la ciudad asustada por una peste horrible, le ingresaron en el Clínico por una fiebre que se resistía a ceder. Le hicieron la PCR, que dio negativo, y desde ese día ya estuvo solo.
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Sin poder entrar en el hospital por la pandemia, su mujer, Lourdes, y sus hijos, David y Estefanía, no lograron en días de angustia insoportable saber nada sobre el estado de la salud de Isidro, que día a día les trasladaba por teléfono una desesperación agobiante. La percepción de las dificultades para que fuera atendido con la urgencia que necesitaba les fue hundiendo.
Hasta varios días después de ingresado no le empezaron a hacer pruebas. Poco tiempo después les llamaron para verle sin vida en una habitación del hospital en presencia de otros dos enfermos. No puedo aguantar la imagen del impacto insoportable en su mujer y sus hijos al entrar en aquella habitación. ¿Tenía que ser de esta forma?
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No hay derecho. Me hiere la pregunta: ¿Qué nos ha pasado para llegar a tal estado de deshumanización?
A pesar de todo, yo seguiré recordando al héroe de mi infancia saltando del tractor en marcha, ladera abajo. ¡Mi tío Isidro!
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